Una madre

AutorAlejandra Parejo

Todo el espacio que era mío ha pasado a ser de él. Por más que intento acomodarme entre las sábanas y dar vueltas en distintas posturas imposibles en este lugar en el que siempre me ha gustado estar, algo repele mi cuerpo, que se mueve y se mueve por mucho que intente resistirme. Las noches me han parecido eternas siempre, pero estas semanas tienen una dimensión y una oscuridad tan desafiantes que temo su llegada cada vez que empieza el día. Espero la desgracia del no dormir, de las horas a solas, de la pausa que acecha, sigilosa, de la tortura que trae el conticinio. He dejado la persiana abierta para ver si se cuela algo de luz de las farolas. También he cambiado de sitio la lámpara roja de vidrio que me regaló la abuela. Ahora está en el suelo, en una esquina de la habitación, y así me deslumbra menos, pero me da luz suficiente para ver si pasara algo -un hombre que entra a tientas- y, a la vez, da pie a que la melatonina se libere -si es que eso me ha pasado alguna vez desde que él está aquí- y pueda descansar algo. Mi orden ya no existe. Ahora se esparcen por todas partes biberones pañales gasas chupetes tetinas cremas botes con leche de fórmula pijamas sucios bodis sucios mi ropa llena de leche pañuelos toallitas papel higiénico agua en termos.

No soporto el llanto que, aunque hueco y lento, se me engancha al tímpano y lo oigo aun cuando no suena. Es como un eco, un ruido lejano que a veces se acerca y se adhiere a todo. Que sea de noche solo incrementa la incertidumbre, y ha cambiado tanto mi percepción del paso del tiempo que ya no sé si él llora demasiado o algo no funciona dentro de mí y he dejado de ser capaz de gestionar bien la caída de los párpados.

Me paseo por la habitación con el niño entre los brazos. Cierro los ojos mientras repito solo un segundo, no me duermo, no me duermo y no sé si me duermo o no, pero abro los ojos con un vuelco, una palpitación que no reconozco, como si mi corazón estuviera envuelto en una pompa de aire denso. Enseguida vuelvo al mismo ritmo: reboto, me pongo de puntillas, me balanceo. El móvil marca las 4:05. Llevo cuarenta y cinco minutos reproduciendo los mismos gestos para ver si así se calma, si coge el sueño, si coge el sueño y se duerme unos días, si, aunque sea, se duerme el tiempo suficiente para cerrar los ojos sin culpa, sin sentir que se me escurre. Ya nunca puedo estar tumbada en la cama mirando al techo sin hacer nada. Ya nunca pasa. Llora, se queja, se retuerce. Observo la habitación...

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