Luis rubio / El viejo autoritarismo

AutorLuis rubio

La reciente elección ilustró, una vez más, una de las grandes paradojas que nos caracterizan. El País ha dado extraordinarios pasos en materia electoral, pero, sin embargo, no cesan los conflictos, las injurias y, sobre todo, la desconfianza.

Aunque diversos partidos y, ahora, candidatos independientes participan activamente, persiste en una buena parte del electorado -y en demasiados partidos y candidatos- la noción de que una elección es legítima cuando yo gano, pero no cuando pierdo. ¿Qué nos dice esto del País, de nuestra política y de nuestra capacidad para trascender esa fuente permanente de conflicto e ilegitimidad?

El asunto no es nuevo. El sistema político actual representa una evolución del viejo sistema priista; más que un cambio de régimen, lo que ocurrió en las décadas pasadas es que pasamos de un régimen de partido único a uno de tres partidos con los mismos privilegios y prerrogativas que antes el PRI gozaba en exclusiva.

Sin embargo, la primera paradoja es que esos tres partidos han venido perdiendo terreno ante el incontenible crecimiento de opciones partidistas, muchas de ellas patéticas. De esta forma, aunque es extraordinariamente difícil crear (y preservar) un partido nuevo, éstos no dejan de proliferar.

El financiamiento que acompaña a los partidos con registro explica esta segunda paradoja, pero no deja de ser significativo que sea tan difícil preservar el registro, como si se tratara de un mecanismo diseñado para proteger a un oligopolio.

De lo que no hay duda es de que el sistema partidista-electoral mantiene una distancia respecto a la ciudadanía, protege a los partidos y al Gobierno de la población y mantiene la cultura autoritaria de donde surgió el sistema desde el principio: el autoritarismo sigue siendo una característica observable en la forma en que los partidos eligen candidatos, reconocen o rechazan un resultado electoral y, quizá más que nada, en la distancia que existe entre ciudadanos y gobernantes.

El autoritarismo funciona mientras la población se somete y acepta el control, es decir, en tanto éste es percibido como legítimo; la ira contra la corrupción muestra que esa legitimidad ya no existe, lo que hace insostenible a un sistema autoritario.

Los comicios recientes evidenciaron que la población ha aprendido a emplear su voto para premiar y castigar; no desperdicia su hartazgo, sino que lo canaliza. El solo hecho de que los tres partidos grandes vayan perdiendo representatividad es...

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