Luciano Pavarotti: Una vida en Do de pecho

Hay dos pasiones fundamentales que rigen la vida popular italiana: la ópera y el futbol. Luciano Pavarotti, el más grande tenor de las últimas décadas, el hijo dilecto de Italia, el más universal de sus embajadores, no es la excepción. Fanático y notable practicante de ese deporte que pone al mundo de cabeza y que en la península itálica es llamado calcio, Pavarotti desarrolló también esa otra pasión y arma seductora que todo italiano hecho y derecho posee: la de la voz, la del canto.

Hijo de un hombre sonriente, para más señas panadero y destacado tenor amateur local de Módena, ciudad natal de ambos, Luciano Pavarotti no parecía estar destinado a una vida o una carrera allende las modestas fronteras de su pequeña localidad y de su sencillo entorno. Su desarrollo, su meteórica proyección a nivel mundial, su entronizamiento por tantos años en la máxima cumbre de esa agreste y competida montaña que es el mundo de la ópera, su transformación en icono internacional y en una de las personalidades más conocidas sobre el globo terráqueo, hacen de su vida una historia de fantasía en la que el individuo modesto y sin más recursos o apoyos que su talento alcanza la fama.

Alumno primero, por supuesto, de su propio padre y luego de maestros locales, Pavarotti se dedicó como tantos jóvenes modeneses a jugar al futbol, estudiar en la escuela y cantar en los coros locales. Una gira nacional de su coro, en la que éste obtuvo inesperados reconocimientos, la detección inmediata de su superlativo timbre por parte de maestros aquí y allá, y el pronto estímulo y aliciente de su padre, echaron a andar un mecanismo ascendente que no se ha detenido en más de 50 años.

Luego vinieron maestros de renombre, de esos que formaron generaciones enteras de estrellas operísticas italianas como Mirella Freni, reina italiana y mundial de las sopranos recientes, y para más y sorprendentes señas, amiga íntima, coetánea y vecina de Pavarotti en su mismísima Módena. Maestros como Arrigo Pola y Ettore Campogalliani. Luego llegaron los primeros reconocimientos y triunfos en certámenes nacionales. Más adelante los primeros debuts en teatros italianos (el primero, que hoy es recordado como fecha histórica en el mundo de la ópera, tuvo lugar en el pequeño y modesto teatro de Regio Emilia, el 29 de abril de 1961 y en él canto el papel de Rodolfo de La bohème pucciniana). Casi enseguida la expansión por Europa: Amsterdam, Viena, Zurcí, Londres... Y luego el salto final y definitivo: Estados Unidos. Ahí, primero, en febrero de 1965, cantando en Miami al lado de Joan Sutherland. Después, recorriendo el amplio circuito operístico estadounidense hasta llegar a su cima y una de las mecas del mundo de la ópera: la Metropolitan Opera House de Nueva York.

Poco después de su debut exitoso en dicho teatro, Luciano Pavarotti alcanzó en ese mismo escenario una noche de invierno de 1972 (el 17 de febrero) el éxito que proyectó su carrera definitivamente y que lo hizo entrar en órbita operística alrededor del mundo. Desesperado tras una larga sequía de tenores y ávido de encontrar una voz espectacularmente bella, potente, libre, sana y superdotada en el registro sobreagudo, el mundo de la ópera fue auténticamente sacudido cuando esa noche helada en Nueva York, un jovencísimo y todavía poco conocido tenor italiano cantó La hija del regimiento, ópera de Donizetti famosa en todos lados por un solo episodio, por un momento específico de un aria determinada del tenor. La archicélebre "Oh, mes amis..." en la que el valeroso tenor debe enfrentar un reto extremo sobre el escenario: cantar nueve dos de pecho en la misma aria. Pavarotti no sólo tuvo los arrestos para enfrentar este reto extremo, sino que triunfó rotundamente, como ningún otro tenor lo había hecho en ese escenario o en tiempos recientes.

A partir de ese momento, Pavarotti fue adoptado por todos los teatros de mundo, por los espectadores de cada continente y por los medios de comunicación. Prácticamente de la noche a la mañana pasó de ser un cantante...

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