En lucha contra un viejo aliado

AutorThe Economist

En su furiosa búsqueda de justicia, Estados Unidos podría sentirse tentado a pasar por alto un incómodo hecho. Sus propias políticas en Afganistán hace más de una década ayudaron a crear tanto a Osama bin Laden como al régimen fundamentalista talibán que le da asilo.

La noción de la Jihad, o guerra santa, casi había dejado de existir en el mundo musulmán después del Siglo 10 hasta que fue revivida, con estímulo estadounidense, para incitar un movimiento internacional pan-islámico tras la invasión soviética de Afganistán en 1979.

Durante los 10 años siguientes, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y los servicios de inteligencia sauditas inyectaron, en conjunto, miles de millones de dólares en armas y municiones por medio de la agencia Inter-Services Intelligence (ISI) de Paquistán a los muchos grupos de guerrilleros islámicos que combatían en Afganistán.

La política funcionó: la Unión Soviética sufrió pérdidas tan terribles en Afganistán que retiró sus fuerzas en 1989, y la humillación de esa derrota, aunado al alto costo de la campaña, ayudó a socavar al sistema soviético mismo.

Pero hubo un terrible legado: Afganistán quedó inundado de armas, líderes militares y un extremo fanatismo religioso. Durante los últimos 10 años esa mezcla mortal ha esparcido ampliamente sus nocivos efectos. Paquistán ha sufrido una terrible desestabilización. Pero los afganis, el nombre dado a los jóvenes musulmanes quienes combaten a los infieles en Afganistán, han llevado su Jihad mucho más allá: a los corruptos reinos del Golfo, a los estados represivos en el sur del Mediterráneo, y ahora, quizás, a Nueva York y Washington, D.C.

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