Óscar Levín Coppel / El autoritarismo como debilidad

AutorÓscar Levín Coppel

El poder es una vieja obsesión del hombre. El poder sobre "el otro" está siempre presente en la historia humana. El Estado moderno aparece como la forma desarrollada y legítima del ejercicio del poder en la sociedad contemporánea. Es el monopolio legal de la fuerza. En estos días salió a la luz un nuevo libro de Francis Fukuyama, bajo el título de Construyendo el Estado, y nos sorprendimos al descubrir que un neoliberal de su talla, convencido del fin de la historia y las ideologías, propusiera la construcción de Estados fuertes. Lo cierto es que el recurrente tema lejos de agotarse invita a reveladoras reflexiones. Sobre todo porque a lo largo de las últimas dos décadas se cuestionó la presencia y la utilidad del Estado, los héroes en el combate a la "estatolatría" menudearon y formaron fila, principalmente, detrás del thatcherismo y las navajas reaganianas. Se fabricó así un nuevo paradigma.

La estruendosa caída de los Estados de la Europa socialista demostró que un Estado autoritario no necesariamente es un Estado fuerte. Es por su propia naturaleza débil, de ahí su autoritarismo. Bastó derribar un muro para confirmarlo. En unos pocos años la globalización de la economía trajo consigo la generalización del liberalismo político. En todas partes reinó el esfuerzo por adelgazar a los Estados nacionales. El acotamiento del Estado como único rector trajo como consecuencia que afloraran las contradicciones. En especial derivadas de la excesiva concentración de la riqueza y del consecuente crecimiento de la pobreza con toda su estela de desgracia y desesperación social. El mundo se polarizó, nuevamente, en medio de factores endógenos, propiciados por las nuevas tendencias objetivas de la producción, la explosión del cambio tecnológico y la expansión de los mercados.

Ahora se evalúa en todas partes y se realiza la administración de costos que trajo consigo la mutilación del Estado. Hasta Fukuyama se incluye en la lista de los que en estos días se suman al recuento crítico de los daños. Es natural. Con la fuerza de la historia, con la que nada más ella es capaz de hacerlo, nos hemos percatado de que el valor del Estado reside, en efecto, no en su tamaño ni en la cantidad de cosas que hace, sino en la fortaleza de las instituciones, si lo hace bien y al servicio de quién. La dinámica de las transformaciones actuales nos indica que un Estado fuerte tiene que ser legitimado por una sociedad cohesionada, estructurada y actuante con capacidad de...

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