Lágrimas en el cine

AutorGerardo de la Concha

Al parecer los hombres lloran más que las mujeres con las películas tristes. Pasa que lo ocultan, a veces es sólo un nudo en la garganta, un disimulo, la verdadera "furtiva lágrima" de Donizetti. Las mujeres necesitan ser un poco niñas para llorar con las películas

El hombre no, puede ser niño, o joven, o un hombre maduro, o un viejo, puede aguantarse en los funerales, en la cárcel, en la bancarrota, en la guerra, en el exilio, pero les juro que no con las películas tristes.

El cine antes hacía llorar más, pues sus dramas ilustraban siempre de algún modo la triada medieval: el tiempo, la fortuna, la muerte. Y estos dramas, referidos al amor, componían romances inolvidables. O significaban conmoverse con la caída, con el destino, con la pérdida. Y era imposible no llorar a oscuras, teniendo las emociones removidas por la historia de la pantalla. Uno debería acostarse en el diván y contar con qué películas ha llorado.

Por supuesto, la primera es King Kong, ese sueño filmado. Cuando los aviones derriban al gran gorila y cae el Empire State y ya en el suelo cierra sus enormes ojos después de darle una última mirada a la bella que ama, los sollozos están contenidos quizá porque es la primera premonición acerca de las imposibilidades del amor. Quién sabe, pero King Kong es una verdadera iniciación infantil, no sólo a las lágrimas en el cine, sino al deseo, a la fugacidad, al amor loco, a la ternura, al combate, a la lucha, a la desesperación.

En la nebulosidad del recuerdo, me veo salir de la matinée. Gunga Din y King Kong, todo un poema de matinée, desde la sonoridad de los títulos. El primero, Gunga Din, un cipayo hindú que ayudaba a los ingleses y moría tocando la corneta, no lograba sacarnos las lágrimas, aunque King Kong era diferente. Mi padre caminó conmigo en silencio, puso suavemente un brazo sobre mis hombros. A lo mejor hasta compartió el pesar por King Kong.

Luego fue Tyrone Power, en verdadero melodrama, la vida del pianista Eddie Duchin. Su esposa, el amor de su vida, se muere una Navidad. El sale del hospital a medianoche y camina por las calles nevadas y solitarias, la gente está con su fiesta, brillan las luces navideñas y él va con el dolor de su pérdida, suspirando, traspasado por el rayo de la muerte y uno ya está con los pucheros. Sin duda, esa es una de las cumbres de las películas sentimentales.

Qué verde era mi valle, de John Ford, un clásico de la nostalgia, de la solidaridad, de la nobleza que llega a existir entre gente...

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