Juan Villoro / El último pan de España

AutorJuan Villoro

En los días pasados se ha discutido en forma tórrida el Estatuto presentado por Cataluña al gobierno español. Con su habitual desprecio por la modernidad, el PP ha advertido que se trata de un instrumento para desgajar al país y se ha negado a discutir sus términos. El fondo del asunto, como señaló Zapatero en el parlamento, es aceptar a España como nación multicultural y entender la fuerza que han cobrado sus regiones. El desafío consiste en llevar a la ley lo que ya existe en la calle. Un catalán no se siente respaldado por la selección española por la sencilla razón de que tiene otra identidad cultural. Para responder a esta realidad hay que concebir a España como "nación de naciones". No se propone una balcanización, sino un nuevo contrato social que a Rousseau le hubiera encantado discutir, y que debe causar más entusiasmo que alarma.

Hasta aquí todo va bien. Ahora viene el duro tema del dinero. El Estatuto cuenta con el respaldo del 90 por ciento de las fuerzas políticas de Cataluña y propone renovar la distribución del presupuesto. Esto puede traer descompensaciones y es lógico que reciba ajustes en el parlamento. Se trata de que haya café para todos y de que cada quien lo prepare a su gusto.

Todo parlamento se basa en una idea hospitalaria: una casa común para las diferencias. Es lo que, con la estruendosa excepción del PP, han propuesto las diversas corrientes políticas de España. Esta refundación de un país múltiple me remite a un episodio en el que una mujer sin más instrucción que su afecto me reveló lo radical que puede ser la hospitalidad.

En 1975 viví durante unos meses en trenes europeos. Un abono de estudiante me permitió transformar un medio de transporte en dirección permanente. Me olvidé de los hoteles y la costosa costumbre de dormir en posición horizontal. En ocasiones viajaba atraído por un destino eufónico, sin saber adónde iría a parar: el impulso ferroviario era ya una segunda naturaleza. El mejor episodio de esta errancia ocurrió en un tren de cercanías. Frente a mí viajaba una anciana vestida de negro hasta la pañoleta, como para salir en una novela de Pío Baroja. Su piel parecía un mapa del paisaje árido que recorríamos. Oyó mi acento ("igualito al de Cantinflas") y me habló de su vida durante la guerra civil, plagada de hambrunas, violencia, parientes desaparecidos. Algunos habían ido a dar a Veracruz. Me preguntó por ellos como suele hacer la gente del campo, suponiendo que el resto del mundo es una plaza...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR