Juan Villoro / A salvo

AutorJuan Villoro

Desde 1985 los capitalinos tenemos un sismógrafo en el alma. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición no nos sirvió el 27 de febrero. A las 3:34 de la mañana una sacudida nos despertó en Santiago de Chile. Yo dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos.

Durante dos minutos el temblor tiró botellas, libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.

Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades tendríamos de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso y una naranja rodó como animada por energía propia.

Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.

Los gritos sofocados por el crujir del edificio se volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube espesa. Pensé que se trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un ardor en la garganta.

Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis documentos, tomé mi computadora y perdí un tiempo precioso atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así.

En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo reunirnos por países. Los mexicanos pensamos que la ciudad estaría devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras, se oían ladridos lejanos, los coches de los trasnochadores tocaban el claxon, había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio permanecía intacta.

Nuestras ideas, si se les puede llamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso recorrer el edificio para ver si había daños estructurales. "¡Tú estás cojo y yo soy tonto!", exclamé. De nada servía que...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR