Juan Villoro / Naturaleza viva

AutorJuan Villoro

La poesía de Ramón Xirau es una ventana que da al mar. Creador de instantes luminosos, encontró en la lengua catalana su patria duradera. Nacido en Barcelona en 1924, padeció la Guerra Civil; pasó parte de su adolescencia en Marsella, lejos de sus padres, hasta que la familia pudo llegar a México.

Conocemos la vieja lección literaria: atesoramos mejor lo que perdemos. Con el tiempo, la tierra del origen se transforma en un sitio más cercano a la ilusión que a la realidad. Hay diversos modos de compensar esa carencia. Entre nosotros, Xirau no se dejó vencer por la nostalgia. Escribió en clave celebratoria de los misterios breves del Mediterráneo. Su liturgia de las cosas diarias está integrada por un golpe de viento, tres naranjas, el verde de la brizna, un huerto de manzanos con olor a incienso. Esos tenues elementos le permitieron mostrar la sacralidad del mundo.

En la colonia Santa María la Ribera conoció las ruidosas variaciones del español de México, y en la cercana Facultad de Filosofía y Letras ingresó al círculo de otro refugiado, el filósofo José Gaos. Dedicó ensayos reveladores a los místicos de la lengua castellana y a los barrocos asombros de Sor Juana, pero su voz más íntima se conjugó en catalán.

El amor es una patria de elección y Ramón Xirau la encontró en Ana María de Icaza, inmejorable anfitriona de todos sus amigos. La vivaz inteligencia de Ana María y su esmerada hospitalidad hicieron que su casa en San Ángel fuera un santuario del afecto y de las artes, un sitio donde el poeta pudo imaginar los mares y el filósofo, entender la significación del silencio.

No faltaron quebrantos en la vida de Xirau. La guerra, el exilio, la dictadura franquista, las fatigas laborales marcaron su destino. Su hijo Joaquín, poeta y economista, ardió en su propia luz. Su muerte temprana fue una herida abierta, imposible de sanar. Sin embargo, Xirau enfrentó la más dura de sus pruebas sin deponer su bonhomía. No le conocimos un arrebato ni una muestra de rencor. La compasión que admiraba en los místicos y la ética que animó sus ensayos fueron los signos de su vida.

Enemigo del proselitismo y las tácticas suasorias, oía a los demás en espera de que tuviesen razón; no buscaba convencer ni imponer sus opiniones. En un ámbito donde no faltan profetas ni ideólogos, prefirió la voz baja, el tono de quien conversa y hace una...

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