Juan Villoro / Narrar el cielo

AutorJuan Villoro

Los caldeos vieron constelaciones que decidían el destino y los mayas ordenaron su historia según la rueda del cosmos. Julio Verne imaginó un viaje a la luna en una cápsula decorada con muebles franceses y Neil Armstrong llegó a ese escenario para probar que ahí no soplan los vientos.

La bóveda celeste se ha asociado con dioses desmesurados y expediciones que transforman a pilotos pragmáticos en profetas místicos.

Ray Bradbury imaginó planetas donde la juventud y la muerte son dolorosas, los domingos se llenan de tedio y el recuerdo pesa más que el presente. Su intangible universo estaba en la Tierra.

A propósito de Crónicas marcianas, escribió Borges: "¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad?".

Para Bradbury, el espacio exterior no es una meta futura sino un sitio que produce nostalgia. Sus epopeyas están cargadas de melancolía. Aunque empezó publicando en revistas de ciencia ficción, rara vez se sirvió de artilugios tecnológicos. Narró la conquista de Marte como la triste empresa que subyugaba a una civilización que había trazado ciudades en la arena y se desplazaba con ilusión bajo los rojizos crepúsculos. El triunfo de la especie humana se ve disminuido por la entrañable condición de las víctimas.

En Farenheit 451 (la temperatura a la que arde el papel) urdió una utopía negativa donde los libros están prohibidos y los bomberos se dedican a quemarlos. En esa sociedad totalitaria la imaginación resulta temible. Los disidentes memorizan libros para preservarlos: un hombre es Hamlet, otro la Odisea. De acuerdo con el autor, ésta es su única obra de ciencia ficción (las demás pertenecen al género fantástico). Curiosamente, se trata de un severo cuestionamiento de la técnica, una parábola sobre la función rebelde de la cultura en un mundo obsesionado por el orden.

Convencido de que los grandes viajes son mentales, Bradbury nunca tuvo licencia de manejo y limitó su contacto con los aparatos.

Todos sus escenarios son íntimos. Cuando uno de sus viajeros entra en un cuarto, provoca la emoción de un padre que regresa a saludar al hijo que no puede dormir.

Sus relatos terrestres arrojan claves sobre su forma de entender otros mundos. En "El pueblo donde no baja nadie" comenta: "Atravesando el territorio de los Estados Unidos, de noche, de día, en tren, se pasa como un relámpago por pueblos desiertos donde no baja nadie...

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