Juan Villoro / Una maleta contra Franco

AutorJuan Villoro

El 20 de noviembre se cumplieron 30 años de la muerte de Franco. En mi casa, el Generalísimo era el asesino que pulverizó a España y desperdigó a sus mejores mentes por el mundo. Para otras familias, era el Caudillo que combatía el comunismo y mantenía a su país en un orden ritual de escapulario y fiesta brava.

En el ámbito republicano imaginábamos una España donde ninguna virtud superaba al blindaje textil del cuerpo. Tiempos de mantillas, medias color tabaco, botines de cruenta ortopedia, ropones destinados a convertir el deseo en atributo de la imaginación. Este clima moral, retratado a la perfección en "Tristana" de Luis Buñuel, sugería tediosos periódicos impresos en tinta sepia y visillos en las ventanas que permitían espiar la indecencia de los vecinos.

Mi padre nació en Barcelona, en el seno de una familia católica y burguesa. Ya en México, se había afiliado al bando de los "rojos". Lejos del origen, los transterrados comían el arroz amarillo que nunca les sabía como el de casa. Unos estaban convidados a las paellas de los vencedores, otros a las de los vencidos. En cuanto pudo decidir, mi padre cambió de paella y prefirió el arroz de la derrota. Los hijos y nietos de españoles que conocí en México estudiaban en el Colegio Madrid, el Luis Vives y otras islas republicanas.

Aparentemente, el Generalísimo estaba dotado de riñón, pero el riñón no le fallaba. Lo mismo pasaba con sus otras vísceras dictatoriales. Parecía inmune a los contagios, como si estuviera constituido por un bloque de mármol del Valle de los Caídos.

Aficionado a las eternidades, Franco propuso un método para desempatar partidos de futbol que consistía en lanzar tiros de esquina hasta que uno de los equipos anotara. El sistema hubiera podido durar días enteros. Los dictadores odian los desenlaces.

Lo único que competía con la capacidad de Franco para refutar el tiempo era la obstinación de los exiliados. En casa de un amigo que llamaré Julio, el abuelo tenía la maleta lista para viajar a España. La veíamos con el respeto que se prodiga a un sarcófago. Enorme, de cuero canela, atravesada por dos correas. Fue la primera maleta con cerradura que conocí.

El abuelo había sido maestro rural en las sierras de León. Sus historias tenían algo de far-west. Iba a caballo a enseñar el alfabeto y había sido asediado por los lobos en noches de niebla. Hablaba de vacas con el mismo sentido del detalle con que narraba los viajes de Marco Polo. Dos cosas bastaban para activar su...

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