Juan Villoro / Los huesos peregrinos

AutorJuan Villoro

En el 2010 Felipe Calderón asumió una tarea que sólo podía resultarle ingrata: celebrar la Independencia y la Revolución, gestas por las que nunca mostró apego.

En un arrebato patriotero, convocó a diseñar un monumento que representara un arco del triunfo (sin que hubiéramos llegado al quinto partido). De ahí se pasó al delirio: el concurso para el arco fue ganado por una torre hecha con costosos materiales de importación, que no estuvo lista a tiempo y permitió toda clase de corruptelas.

La disparatada relación entre la historia patria y las iniciativas presidenciales alcanzó otro momento distintivo cuando Calderón ordenó la exhumación de los huesos de los insurgentes para ser paseados por el País como lo hizo la campana de Dolores en 1985, 175 años después de la Independencia.

Las reliquias de los próceres fueron llevadas de su morada en el Ángel de la Independencia al Castillo de Chapultepec, antigua sede del poder, donde un equipo forense se ocupó de clasificar los restos.

Abrir las criptas de una historia tan revuelta como la mexicana depara sorpresas. Los huesos de Mariano Matamoros no aparecieron por ningún lado; en cambio, se halló el esqueleto de una niña, tal vez hija de Leona Vicario, y una sorprendente osamenta de venado. Aunque esto no hablaba bien del trato recibido por los padres fundadores, el despropósito siguió adelante.

La caravana fúnebre ocurrió en el 2010, cuando la "guerra contra el narcotráfico" de Felipe Calderón sumaba cuatro años de sangre derramada. De manera involuntaria, el cortejo brindó una metáfora de un país donde la Presidencia saca a la muerte de paseo.

El tzompantli portátil pudo haber llevado un título del poeta Francisco Cervantes: "Los Huesos Peregrinos". La cultura mexicana ha tenido un rico trato con la muerte, de los grabados de Posada a letras de rock como "Mátenme porque me muero", del grupo Caifanes, pasando por el clásico indiscutible de nuestra narrativa, "Pedro Páramo", ubicado en el territorio del que no hay retorno.

Esto no significa que seamos necrofílicos ni dejemos de honrar a los difuntos. No comemos calaveras de azúcar con nuestro nombre en la frente porque la "pelona" nos parezca risible. Por el contrario, sublimamos el miedo al acabamiento con representaciones que hacen llevadera la inescapable presencia de la calaca y su guadaña.

Pero la muerte también se ha convertido en objeto de normalización y aun de...

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