Juan Villoro / La herencia invisible

AutorJuan Villoro

Una de las grandes mitologías de nuestro tiempo consiste en creer que todas las abuelas cocinaban de maravilla. Si alguien dice que el pipián viene de una lejana receta familiar, sabe más sabroso. El pasado condimenta.

Pau Arenós, escritor y crítico de gastronomía catalán, se ha rebelado contra la creencia generalizada de que las abuelas sazonaban en forma insuperable. Esta opinión disidente no cuenta con muchos adeptos.

La razón parece sencilla: necesitamos reservas de sabiduría rigurosamente incomprobables, y una de ellas es la superioridad de la tradición sobre el desabrido presente.

Intrigado por el tema, hablé con diversas personas acerca de sus antecedentes culinarios. No encontré a nadie que repudiara el perejil de las abuelas. Los hijos de inmigrantes hablaron de sopas y cocidos como del último contacto con la patria del origen y los mexicanos de cepa se refirieron a los fogones como a un santuario vedado a los hombres donde las mujeres se concentraban, con idénticas dosis de talento y sumisión, a convertir sus emociones en guisos.

El mundo de las abuelas se asocia con ingredientes ajenos al comercio y los trabajos de la química; entre ellos destacan los que llegaban vivos al hogar. Hace décadas, por estas mismas fechas, un guajolote inquietaba la azotea de la casa. Se mantenía en engorda para ser comido en Navidad, lo cual provocaba crisis sentimentales. Aunque no alcanzara el rango de mascota, nadie quería matarlo para celebrar la paz. En la cena del 24, mientras rezábamos en torno al pavo, yo temía que Dios atendiera nuestras plegarias de agradecimiento por la vida y resucitara al animal en plena mesa.

En mi veloz encuesta no encontré a apóstatas de la cuchara que negaran la virtud culinaria de sus antepasadas. Quienes no conocieron a sus abuelas o las conocieron ya enfermas, alejadas de la despensa providente, celebraron los condimentos de otras abuelas y mencionaron restaurantes donde la tradición no olvida el epazote.

Me pareció evidente que las personas que carecen de prosapia cocinera no quieren ser vistas como huérfanas de los sabores. Hablar con deleite de la cebolla morada y del diminuto ajonjolí es para ellas cuestión de estirpe, una manera de decir que su paladar no pertenece al rango de los descastados que se conforman con lo insípido.

Curiosamente, quienes sí habían disfrutado del niño envuelto, el budín azteca o el indeleble...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR