Nosotros los jotos / La noche perfecta en Montegay

Monterrey, NL.- La última noche que pasé en esta ciudad de batos guapotes adonde vine a trabajar, dos colegas me guiaron por los regios laberintos de la vida gay. Los llamaremos Gloria de Linares y Machaca de Escobedo porque si damos sus nombres -me advirtieron- quizá las Evas y Ninas de San Pedro pidan sus cabezas en aras de las buenas costumbres.

Los queridos Gloria y Machaca me llevaron a un bar nuevo, La Colorina, en la calle Florencia Antillón, frente a esos antiguos condominios que todo mundo llama "Prostitución" en vez de "Constitución".

Era jueves y hacia las 9 de la noche, el antro ya empezaba a tener una alegre clientela de huerquillos y treintañeros atractivos, la mayoría con jeans ajustados, camisas a cuadros y botas vaqueras; como quien dice ¡listos para florear la reata, sí, señor!

Una vez sentados en mesa de pista y con chela en mano, yo me sentí como novia agasajada con serenata por su galán, pues era noche de karaoke y al escenario de cortinajes plateados pasaban unos mushashos shulísimos a cantar séntidas rancheras, como promesas norteñas en Monterrey Idol.

"Una habitación, que sea la mejor, con sábanas blancas un ramo de rosas para la ocasión", cantaba Jessie mejor que el Chapo de Sinaloa frente a todo el mundo, pero yo sentía que la letra me la susurraba al oído mientras me abrazaba con sus bracitos turgentes: "Que voy a tener la noche perfecta porque hoy una reina se entrega a su rey".

En mi imaginación, yo recargaba la cabeza en el pecho velludo de mi novio Jessie, y tal era mi arrebato que podía percibir su aroma de ganadero después de recorrer el rancho a caballo.

No puede evitar tomarle fotos cual fan descerebrado de Justin Bieber, y luego acercarme a ponderar su canto y su encanto viril. El rey del Cerro de la Silla me respondió con amabilidad y una sonrisa hermosa. ¡Ay, papitooo, aquí está tu reina pa' que la corones toda la noche!

El siguiente cantante fue Christian, con el que había empezado a platicar porque estaba junto a mí, en compañía de un amigo César. Tenía 20 años, era alto y paquetudo, y tenía un rostro de niño bonito donde aún campeaban algunos barritos. Con franqueza norteña y un poco de picardía me contó que había venido a ese antro de "nacuarros" a escondidas de su novio, un estudiante de ingeniería del Tec Milenio un año mayor que él.

"Es muy celoso el güey, como si fuera buga; mi mamá me dice que ya lo deje".

Vaya, ¡qué mamá regia tan de avanzada!, pensé divertido; habría que quitar al Neptuno de...

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