Nosotros los jotos / Discriminan Ejército e IMSS

La botella de cerveza resbala de la mano de un chavillo demasiado alegre para ser apenas las nueve de la noche de un miércoles. Maurilio baila en la pista, casi vacía, muy cerca de donde ocurre el percance y el líquido salpica sus botas, que hoy no son las negras lustradísimas que lleva cuando está de servicio, sino unas amarillas de uso rudo.

Mi querido subteniente se aleja un poco de los vidrios rotos y sigue disfrutando de la salsa con un muchacho de nalguitas respingadas, moreno como él y coqueto desde los movimientos de cadera hasta los pupilentes azules.

Al terminar de cantar Celia Cruz, sudoroso, Maurilio le da las gracias a su pareja de baile y regresa a la barra para que sigamos platicando. Es alto, habla incluso de temas puteriles con la formalidad que da la disciplina militar, y cuando mira con sus ojos oscuros y sonríe dudo que haya plaza que no se le entregue.

El muchachote de 31 años es oriundo de la Ciudad de México pero está destacado en el norte del País. Viene a la capital cada tres o cuatro meses, cuando tiene consulta en el Hospital Central Militar para que le surtan su tratamiento antirretroviral. Sí, Maurilio es, como yo, VIH positivo. Y, también como yo, está bien controlado y goza de la vida: por ejemplo le encanta bailar.

Como me avisó que le tocaba venir, lo invité esa tarde a la presentación en la que participaría de "La síntesis rara de un siglo loco" (Fondo Editorial Tierra Adentro), un ensayo y antología delicioso de la poesía homoerótica en México, obra de mi querida comadre Sergio Téllez-Pon.

Sergio y yo habíamos comentado lo bellos que son algunos versos dedicados por los poetas jotos a los miembros de las fuerzas armadas, como ese de Luis Cernuda que dice "Los marineros son las alas del amor". Y recordamos que Salvador Novo se ganó el apodo de Adela porque amaba a los soldados igual que las legendarias Adelitas.

Luego me fui con mi querido subteniente a tomar unas cervezas y, rendido por su sonrisa y honestidad, me dejé raptar en un taxi hasta este antro del Centro. Maurilio tenía muchas ganas de bailar, me confesó, porque su trabajo castrense y la carrera que estudia en el sistema abierto hacía mucho que no le permitían aflojar el cuerpo. Mientras prende la fiesta, me cachondea relatándome la primera vez que se rindió a una pistola cabezona. Fue la de un cabo, quien después de unos tragos en el cuartel lo llevó a una bodega y lo puso en posición mortero, lo cual a un tiempo le dolió y fascinó. Y sigue con...

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