José Woldenberg / Partidos y medios

AutorJosé Woldenberg

De la calidad de nuestros partidos políticos y del trabajo de los medios masivos de comunicación dependerá, en buena medida, la calidad de nuestro debate público y por ello de la propia democracia. Se trata de dos entidades insustituibles que ningún esfuerzo podrá desterrar. Dos eslabones estratégicos que fortalecen o erosionan la convivencia democrática.

Los partidos y los medios no son dos actores más en el escenario. Los primeros son expresión y referencia obligada de la pluralidad política que cruza a la sociedad y los segundos los conductos a través de los cuales se reproduce algo así como el espíritu público. Por eso, lo que suceda con ellos no sólo incumbe a los directamente involucrados sino a todos.

Nuestros partidos -así en plural- con su existencia, dinámica y necesidades modelaron las reglas y las instituciones que hoy los cobijan y a la incipiente democracia, y fueron capaces de generar las condiciones para la coexistencia de la diversidad. Los partidos son entonces sustento y voz de nuestra democracia, y son también la cara visible, el referente obligado, para quienes se interesan por los asuntos públicos.

Por ello, su comportamiento, imagen y proyección acaban por influir en los humores públicos. Si toda su acción se circunscribe a fomentar una espiral de tensiones y desencuentros, de agravios y descalificaciones, los fenómenos de desencanto y apatía o de rabia y desesperación acabarán por inundar el espacio público. Si por el contrario, los idearios, programas y propuestas de los partidos coadyuvan a detectar los problemas que invaden al país, quizá la vida política puede acabar teniendo proyectos y sentido.

Lo anterior resulta una letanía que a mí mismo no me gusta, porque tiene un toque elemental y pontificio, plañidero y superficial. Pero lo cierto es que la calidad del debate en materia política está marcada por lo que hagan o dejen de hacer los partidos. Ni modo: no hay escape.

Recordemos, como si hiciera falta, que hasta hace apenas unos cuantos años, los partidos políticos convivían en unas condiciones tan asimétricas que sus roles parecían estar diseñados de una vez y para siempre. El partido hegemónico acompañaba la gestión de gobierno y era el único obligado a defender la política de las diferentes administraciones; por su parte, las oposiciones, débiles y atomizadas, expresaban una crítica genérica, sin matices ni necesidad de ellos, dado que difícilmente se pensaban a sí mismas como auténticas opciones de relevo.

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