José María Murià / Un regalo de 15 años

AutorJosé María Murià

A Magalí, con todo mi amor.

Desde muy temprano la vida se trastocó de un sopetón aquel jueves 19 de septiembre de 1985. Un par de minutos trepidatorios, ondulatorios y oscilatorios liquidaron no sé cuantas casas y edificios y, lo más doloroso, acabaron con varios miles de vidas humanas. Los daños fueron mayúsculos. La ciudad de México, otrora altiva Tenochtitlan, bautizada por Alejandro de Humboldt como "ciudad de los palacios", centro exagerado de la República Mexicana, parecía haber recibido un machetazo gigantesco en su médula espinal. Un día después, pero al caer la tarde, vino la llamada "réplica", otro temblorcito que no dejó de sembrar el pánico y acabó de demoler lo que se había debilitado el día anterior.

Mi residencia, en la zona del desastre, sobrevivió debido a que su material era pasado de moda: adobe. El cemento y el acero es lo que valió lo que se le unta al queso. No padecí, pues, daños personales ni de nadie muy cercano. Mi hijo, ya en la escuela, no muy lejos de mi domicilio, me pidió que regresara por él, pues habían sido evacuados. A diferencia de nuestra casa, el inmueble escolar sí había sufrido daños, pero solamente materiales.

No fue el mismo caso de mi centro de trabajo, en el corazón de Tlatelolco. Hubo que deshabilitar la enhiesta torre de Relaciones Exteriores y montar sitios para campañas de ayuda por doquier. Por fortuna, lo que eran propiamente las oficinas a mi cargo, no sufrieron daños mayores, pues habían sido construidas en el Siglo 16 y el 17 por los indios. A su alrededor se posesionarían la muerte y la devastación. Lo que fue el antiguo Colegio Imperial de la Santa Cruz, donde se dice que apareció la guadalupana pintada en la tilma de Juan Diego, y donde muchos años después estuvo preso Francisco Villa, ofreció el primer techo y los primeros sanitarios a los desposeídos por la tragedia.

Al mismo tiempo había que recuperar el trabajo, coordinar la ayuda internacional y asegurarnos que se manejara con la pulcritud y honradez ejemplar que se logró. Fueron varios días sin horario ni registro. Luego, para colmo, hubo que preparar, como se pudo, un borrador del discurso que leería en las Naciones Unidas Miguel de la Madrid, si es que se decidía a declarar la moratoria de la deuda.

Hubo de todo: enojos, salvamentos, reacomodos, aligeramiento del edificio principal para evitar que se cayera, etc. Casi toda la gente estuvo a la altura de la heroicidad.

A...

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