José Luis Cuéllar Garza / A terapia colectiva

AutorJosé Luis Cuéllar Garza

Por este conducto deseo agradecer a los millones de jaliscienses que tuvieron a bien salir de vacaciones las pasadas semanas, Mayor y de Pascua (a las que se sumó para muchos -gracias al feriado concedido a su amado pueblo por el Benemérito de las Américas- un último domingo sin lunes, que ha sido el colmo de los excesos de la holgazanería mexicana), por habernos regalado, a un puñado bastante menor de conciudadanos, una maravillosa Ciudad en la cual descansar, trabajar un poco en santa paz, disfrutar de las calles de nuestra metrópoli como si fuera ésta una apacible aldea y volver a ver un cielo poblado de estrellas coronarse con una soberbia luna llena que reanimó el romance que todo tapatío tiene derecho a sostener con la Guadalajara provinciana que nunca habría que perder. Entre tantos dones que ésta guarda, me quedo con uno: ese maravilloso, pasmoso, sobrecogedor silencio que envuelve sus noches haciéndonos voltear la mirada al alma, sentirnos pequeños y agradecidos con el Creador, despertar al luminoso canto de los pájaros y dormir a merced de nuestros recuerdos.

Soñando así en el espacio de esta Ciudad revelada, redescubierta, oculta, fueron más notorios algunos sobresaltos ocurridos en los intersticios de su compleja personalidad, su abigarrada naturaleza, su recelosa identidad.

La primera llamada de alerta llegó por internet hace dos semanas. Alguien abusó de este noble medio de comunicación para lanzar un cobarde llamado anónimo lleno de odio e intolerancia. Algunas tribus urbanas hicieron sonar en la web tambores de guerra: en esta Ciudad no hay lugar para ellos.

Muchos nos dimos cuenta entonces que los emos existían y seguimos de cerca en este MURAL el accidentado proceso de diálogo que culminó el domingo en el Tianguis Cultural ante la invocación espontánea de la mejor síntesis de filosofía política que conocemos los mexicanos: "El respeto al derecho ajeno es la paz"; Juárez, citado en su Plaza por una jovencita de largo flequillo decolorado, ropas tan negras con él acostumbraba a usar y triste semblante. Conmovedor en verdad que así haya sido. Imposible no sentir un poco de culpabilidad por esta generación espontánea de adolescentes perennes, jovencitos dolidos por las injusticias del mundo que heredaron, hijos de una comunidad autoritaria que les hace pensar en escaparse, dañarse y morir. ¿Puede la Ciudad hacer algo por ellos? ¿Podría nuestra sociedad, madrastra cruel, advertir a tiempo que un grupo de sus hijos sufre a...

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