José Woldenberg / El secuestro

AutorJosé Woldenberg

Se ha dicho y escrito pero resulta ineludible repetirlo: el secuestro de Diego Fernández de Cevallos es una nueva y más que potente inyección de terror a la de por sí envenenada convivencia social. Que un ex candidato a la Presidencia de la República, ex diputado, ex senador, político más que destacado, haya sido secuestrado, resulta preocupante y traumático. No es como dicen algunos que unos secuestros "valgan" más que otros, sino que la visibilidad pública y la centralidad política de la víctima multiplican el impacto de la acción delincuencial.

La terrible y dolorosa fotografía de Diego Fernández de Cevallos con los ojos vendados, sin camisa, humillado, debería servir para recordar lo elemental que es lo fundamental: cualquier secuestro es inaceptable. Se trata de una violación a los derechos que le dan sentido a la vida y de la pretensión de una banda que cree y actúa por encima de las frágiles reglas que intentan ofrecerle cauce y sentido a la convivencia humana. El secuestrado pasa de ser un hombre con garantías a convertirse en una mercancía que tiene un valor de cambio. Y el Estado y sus instituciones, que son tales porque su primera misión es la de ofrecer seguridad a los integrantes de la sociedad, se ven retados en su misión y erosionados en su prestigio.

Pocos delitos resultan más repulsivos que el secuestro: a través de la violencia un pequeño grupo captura, maltrata y domina a una persona para transformarla en un bien de cambio y coloca o intenta colocar la responsabilidad del desenlace en los familiares o amigos del plagiado. Se trata de un chantaje con una singularidad atroz: el rehén -su vida, su integridad, su libertad- es convertido en una mercadería. La lógica de la eventual negociación es estrictamente comercial y la integridad del secuestrado es el artículo que se pone a remate.

El secuestro de Fernández de Cevallos desvela además un buen número de nuestras debilidades como sociedad y Estado. Si entre los políticos la reacción fue casi de unánime repudio a lo que no puede sino calificarse como un acto criminal (lo cual no deja de ser un signo alentador); entre los opinadores espontáneos que todos los días mandan sus comentarios a los diarios on line se pudieron leer las más descarnadas y delirantes muestras de incomprensión, tontería y apetitos de venganza, hasta el extremo de que no faltaron quienes convertían a la víctima en el responsable. Ante la moda de cantar loas interminables a las supuestas virtudes de la...

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