Jorge Volpi / Los huesos de Cervantes

AutorJorge Volpi

Producto de una ancestral devoción por las reliquias, los investigadores no han cesado de perseguirlo en cementerios, iglesias y conventos. Más propia de un capítulo de CSI que de una pesquisa arqueológica -o literaria-, han abierto cenotafios, hurgado nichos, aireado viejos ataúdes y desenterrado algunas astillas, sometidas luego a diversos análisis. Los resultados han sido, en el mejor de los casos, equívocos. Lo que podría haber sido una curiosidad adquirió visos de metáfora: empeñarse en esta lúgubre empresa limó los arrestos para centrarse en lo que en verdad importa.

Ningún español y muy pocos mexicanos saben, en cambio, que la tumba de don Quijote -sí, la de don Quijote, no la de Cervantes- se encuentra en Guanajuato. Se levanta allí, a un costado del Teatro Juárez, luego de que una edición especial del libro fuese depositada en el pequeño monumento al término de una ceremonia en la que solo faltó un réquiem. Una placa advierte: "Quien afirme que Don Quijote está en esta tierra enterrado, jamás mentirá". Un guiño jocoso, más acorde con el humor del manchego, que sirve para recordarnos lo obvio. Cuatro siglos después, Cervantes sigue vivo.

Cerca de los cincuenta años -edad provecta en esos tiempos-, un antiguo soldado y recaudador de impuestos, malogrado dramaturgo, tramó, casi sin darse cuenta, una de las historias más contagiosas imaginadas por el cerebro humano. Un complejo conjunto de ideas que mantiene su poder sobre nosotros. El propio Cervantes y su época se equivocaron al creer que Persiles y Sigismunda, texto ambicioso y severo, sería su obra maestra. Más humilde por su tono de juego y de querella, el Quijote no solo es el ancestro común de todas las novelas posteriores, sino una febril meditación sobre los vínculos que entreveran la realidad con la ficción y un experimento mental en torno a las virtudes -y peligros- de imponer nuestras ideas sobre el mundo al mundo mismo.

Los personajes o, digámoslo mejor, las personas que sobreviven cuatro siglos son las que se transforman y travisten, las que adquieren otras lenguas y costumbres, las que mutan y se adaptan sin dejar de ser ellas. En 1605, don Quijote era un loco cuyas aventuras -más bien desventuras- suscitaban interminables carcajadas. Obligado por la irrupción de Avellaneda, quien hoy sería festejado por su argucia metaliteraria -o demandado por su viuda-, Cervantes quiso corregir esta imagen y logró un prodigio: el Quijote de 1615. A la conquista de la...

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