Jorge Ramos Ávalos / Las manos del doctor Q

AutorJorge Ramos Ávalos

JACKSONVILLE, Florida.- El cerebro está pulsando frente a mí. Nunca imaginé que el cerebro latiera como un corazón. Es beige, casi café claro. Las venas y arterias son moradas, extendidas, como arañas cuidando su presa. No puedo voltear a otro lado. Si el alma existe, está ahí dentro.

El cerebro está a la vista. Hace poco más de una hora que comenzó el complicado proceso de rasurar el cabello, cortar la piel y el cráneo, y levantar la duramadre, la bien llamada membrana que protege maternalmente al cerebro. Un pedazo de hueso, cuadriculado y de unos cinco centímetros por lado, fue cortado con una sierra especial y la ponen a un lado como pieza de Lego. Veo ese cerebro y lo único que puedo decir es "qué maravilla". Me refiero tanto al órgano como a los meticulosos médicos que literalmente abren al paciente.

Lo que me toca ver es extraordinario. A lo largo de toda la operación el paciente está despierto. Está ligeramente sedado y le han puesto una anestesia local para evitar el dolor, pero conversa con los doctores y responde a todas las preguntas que le hacen. ¿Por qué está despierto? Para asegurarse que los cortes del bisturí en su cerebro no afecten el habla, su memoria y ninguna de sus funciones.

M, un joven de 29 años de edad, tenía un tumor cerebral y me permitió, junto a un equipo de televisión, filmar la operación. M puso su fe y su cerebro en manos del doctor Alfredo Quiñones y de los expertos de la clínica Mayo. Yo hubiera hecho lo mismo.

El doctor Q es una leyenda. A sus 50 años ha realizado unas 2,500 operaciones de cerebro. Pero la historia más apasionante es cómo llegó a ser uno de los más talentosos neurocirujanos del mundo.

Alfredo Quiñones fue un indocumentado en Estados Unidos. Nada ha sido fácil para él. Su hermana murió a los tres años por una diarrea. Desde los cinco le ayudaba a su papá en una pequeña estación de gasolina en Mexicali, Baja California. Pero cuando su papá perdió el trabajo decidió saltarse la cerca hacia Estados Unidos. Lo agarraron la primera vez pero el mismo día lo volvió a intentar y pasó. Tenía sólo 19 años de edad.

Trabajó en la agricultura en el norte de California y luego como soldador. Un familiar le dijo que nunca dejaría los campos de cultivo. Pero se equivocó. Fue a un colegio comunitario para aprender inglés, legalizó su situación migratoria y más tarde fue aceptado en la Universidad de California en Berkeley, a un ladito de donde levantaba...

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