Jesús Silva-Herzog Márquez / El viajero

AutorJesús Silva-Herzog Márquez

Ryszard Kapuscinski iba por el mundo con credencial de reportero. Sus encargos lo hicieron testigo de revoluciones y dictaduras, golpes militares y guerras. Corresponsal de agencia, sintió incontables veces la angustia de la crónica urgente o del envío imposible. Tras su muerte, el gremio periodístico ha santificado a golpe de elogios a quien Le Carré llegó a llamar "el enviado especial de Dios". Kapuscinski: el reportero del siglo; el inventor del periodismo mágico; el novelista de realidades. No me opongo a los elogios pero me parece refutable la adscripción profesional de su talento. Sí, Kapuscinski escribió para la prensa y sirvió de cronista de sucesos distantes. Tengo la impresión, sin embargo, de que la obra de Kapuscinski no brilla particularmente como joya periodística.

Muchos periodistas que admiran a Kapuscinski leen en sus trabajos la confirmación de que un buen reportaje puede ser buena literatura. El elogio es despistado. El trabajo de Kapuscinski demuestra precisamente que la vena literaria puede pelear con los rigores periodísticos y que, si bien la alegoría puede servir para la comprensión de la historia, lo hace deformando inevitablemente la realidad. Tomemos como ejemplo el extraordinario retrato del emperador etiope Haile Selassie. Kapuscinski describe admirablemente los laberintos de la cortesanía y la demencia del poder absoluto. El resultado no puede ser descrito como un trabajo periodístico, sino como una fábula de los extremos del despotismo. Una fábula admirable, desde luego. Pero fábula, al fin. La realidad observada es el punto de partida, no el propósito. Las crónicas se convierten en parábolas. La trama del poder que palpa el observador trasmutada en leyenda. Un coro en el que participan el Lacayo de la Tercera Puerta, el Ministro del Ceremonial y un encargado de limpiar los zapatos de los altos funcionarios cuando la perrita del emperador los orinaba. Las voces que se intersectan hablan un idioma barroco y antiguo, propio de otro siglo y de otro sitio. Es que para Kapuscinski, los personajes de la historia son, siempre, emblemas de otra cosa. El arcaísmo del lenguaje sirve para expresar la ranciedad de cualquier despotismo. El dictador etiope no es simplemente él, sino símbolo de una estirpe intemporal de déspotas.

"Todo es una metáfora", escribe Kapuscinski. Con esa predisposición a la parábola, el cronista no lamenta el distanciamiento de los hechos. No actúa como reportero de desfiles, sino como un escritor...

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