Jesús Silva-Herzog Márquez / De monarcas y déspotas

AutorJesús Silva-Herzog Márquez

Concluyó hace unos días el discreto reinado de Juan Carlos como figura tutelar de la "commonwealth" iberoamericana. Es cierto que su dominio era tan ligero como superficial es (si es que existe) la tal comunidad. Su duración episódica era tan extensa como los encuentros diplomáticos en tal o cual ciudad. Pero el rey de España era una especie de presencia paternal que recibía el respeto de casi todos, extendiendo de algún modo su jefatura simbólica más allá de las fronteras de su país. Durante los años que se ha celebrado la tediosa reunión de los gobernantes iberoamericanos, el rey de España ofició como un patriarca, a un tiempo tradicional y moderno que recibía la deferencia del resto de los mandatarios. Eso se acabó intempestivamente con cinco palabras y su irritado retiro de las sesiones de la cumbre chilena.

Decía Héctor Aguilar Camín la semana pasada en Milenio que "los fanfarrones viven de la prudencia de sus interlocutores". Creo exactamente lo contrario: los bravucones se alimentan del hartazgo de sus oyentes. El fanfarrón gana cuando logra sacar de quicio al otro, cuando lo coloca en su terreno al entrar en su propia disputa. La provocación prende cuando el tranquilo se torna iracundo. De esa confianza para sacar de quicio al más paciente se nutren los desplantes retóricos de Hugo Chávez. Su condición de Presidente rebelde lo coloca en una situación ventajosa. Está fuera del circuito de la prudencia, vive apartado de los cordones de la diplomacia y por eso puede dedicarse a pescar irritación y controversia. A lo largo de los años ha desarrollado ese talento para fastidiar que cuenta ya con varios trofeos.

Al ordenar su silencio, el rey Juan Carlos ganará en simpatía de quienes aborrecen al locuaz déspota de Venezuela. Resultará simpático también para quienes aprecian la autenticidad de su gesto. Muchos se sentirán identificados con el lance: hizo lo que muchos hubieran querido hacer, se dice. Puede ser: en su exabrupto, el monarca se muestra de pronto como una figura familiar, cercana. Pero las monarquías no viven de arranques de sinceridad sino de ceremonia. El rito de serenidad y compostura es vital para la pervivencia de ese (funcional) arcaísmo político. En la cumbre de Santiago hizo crisis el extraño comedimiento de las repúblicas latinoamericanas frente al monarca. En el continente se le había dado, en efecto, trato de símbolo. Se le quería ver como el protagonista de una transición ejemplar, como un personaje que se elevaba...

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