Ivaginaria / Piropo y cárcel

AutorElia Martínez-Rodarte

Un taxista fue denunciado y encarcelado por acosar en la calle a una mujer, que se atrevió a a llevar el caso hasta las últimas consecuencias. El penalizado es un hombre que le gritó: "guapa" a la ofendida, que procedió en su contra. Este suceso forma parte importante de la evolución de una sociedad que necesita mayor respeto hacia las mujeres. Es el inicio de un enorme desaprendizaje que va bastante lento: ¿por qué los hombres deben estar tasando el sabor de las nalgas de las mujeres, criticando su cuerpo o sabroseándolo y transgrediendo el espacio privado de una?

Es urgente que tiremos abajo la idea del piropo y "las flores" que echan en la calle los señores y batillos de todas las edades, porque es una agresión. Lo natural es que ellos se defiendan, como se defendió el taxista cuando ya estaba apañado y exhibido, nada más por jocoso, porque ni siquiera había tono calenturiento: sólo era el bufido de uno que quiere ser juez de certamen de belleza mientras ruletea.

El argumento es que nosotras, desagradecidas, no apreciamos el valor del piropo que nos aprueba, nos ensalza y nos valora. ¿Para qué quiero yo que un viejo grasiento diga que mis nalgas están sabrosas? Eso ya lo sé. ¿Necesita una señora saber que es deseable sólo porque se lo dice un peladillo de cuarta? Pues quizás no, pero debería de apreciarse a sí misma, cualquier mujer. No lo necesitamos.

Esto en el maravilloso caso que no sea una de esas emanaciones flatulentas de amenaza de violación, sexo, cogida violenta, como hacen muchos hombres que se empoderan con ello. Creen que les crece cuando son amenazantes.

En mi tierna adolescencia, mis amigas y yo hacíamos ejercicio en la Alameda cada mañana, y un señor a quien llamaremos Marrufo, nos decía una letanía de groserías gruesas sobre violación: nunca nos imaginamos que ese viejo sucio era el abuelo de una de nuestras compañeras. Nos aterraba.

Nosotras no sabíamos si el vejete verde iba a hacer realidad sus amenazas o si nos iba a salir por las veredas. Era un anciano lujurioso que sólo arrastraba su triste humanidad, pero aún tenía los arrestos para atosigarnos, a nosotras casi niñas, hasta echarnos del sitio prácticamente por el miedo a ese hombre horrible.

Este hombre añoso toda su vida había...

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