Islas invisibles / El acantilado del grito

AutorRafael Argullol

Cuando, en 1889, Edvard Munch vio cumplido su sueño de residir en Francia, gracias a una beca, se mostró más entusiasmado por las lecciones del casino de Montecarlo que por los impresionistas parisinos. No es que no le interesara Monet, pero le interesaba aún más los jugadores de la ruleta. Entusiasta de Dostoieski, también Munch consideraba que el casino era "un castillo encantado donde se citan los demonios", afirmación del escritor ruso en El jugador. Con respecto al de Baden-Baden.

Al parecer, el pintor nórdico se pasaba horas y horas entre las ruletas, pero no jugando -como sí hacía Fiódor Dostoievski- sino observando los rostros de los jugadores. Decía que no había mejor modelo para captar las emociones profundas del ser humano pues apenas dejaban traslucir sus sentimientos, pero lo que aflora a la superficie era de una intensidad única: el que perdía debía permanecer casi indiferente y el que ganaba, si quería mantener las formas, también. Las caras se convertían en máscaras ("poner cara de póker", decimos nosotros) y en esas máscaras habitaba todo el mundo.

Quizá fue a través de esa peculiar escuela de Montecarlo cómo Munch llegó a pintar toda esa serie de personajes enmascarados que conforman lo que llamó El friso de la vida, un conjunto de obras realizadas en la última década del siglo 19, y a las que el artista, en forma de variaciones, retornó el resto de su vida. En ese periodo Munch descubrió que no quería representar a hombres celosos, a mujeres angustiadas o a jóvenes desesperados porque lo que en realidad quería era plasmar en el lienzo a los celos en sí mismos, a la angustia, a la desesperación en su pureza. Quería ser un alquimista que capturara la quintaesencia de las emociones. Por eso no es de extrañar que August Strindberg, en Inferno, uno de los libros más delirantes, identificó a Munch como un rival que quería arrebatarle los secretos de la piedra filosofal.

En esa década prodigiosa de su pintura Munch fue de reto en reto hasta llegar al desafío más rotundo: pintar el grito. Quedaba claro para él que, como en las demás cuestiones, no se trataba de pintar la expresión de alguien que gritaba sino el grito mismo. Curiosamente, al proponerse este objetivo, se colocaba, seguramente sin saberlo, en el otro extremo de lo que había dicho años atrás Schopenhauer. Éste había hecho una extravagante apuesta con un amigo según la cual nadie, nunca, sería capaz de pintar el grito.

Y precisamente en la dirección opuesta Munch se...

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