Las islas del amor

AutorPatricia Miranda

Enviada

MAHÉ, República de Seychelles.- Los amantes de las islas lo advierten a la primera. Este archipiélago tiene mucho más que arena blanca con palmeras retorcidas. Basta con aterrizar en el pequeño Aeropuerto Internacional de Seychelles y bajar, como en los buenos y románticos tiempos, por las escalerillas del avión para constatar que vale la pena viajar a este lejano destino. Y es que un peñón tapizado de acacias e hilitos de agua parece que de un momento a otro caerá encima de la pista.

Con esa suave cachetada de vida recibe a los viajeros Mahé, "La isla de la abundancia". Tarde se hace para empezar a recorrerla entre sus sinuosas carreteras y visitar Victoria, la que es quizá una de las capitales más pequeñas del mundo. Ahí habita el 90 por ciento de los seychelenses; en todo el archipiélago hay poco más de 86 mil habitantes.

Si se quiere entender la idiosincrasia de la población (de origen francés, africano, indio y chino) hay que tomar un taxi y dirigirse al centro de Victoria. Un buen punto para iniciar un recorrido peatonal es la Torre del Reloj, una miniatura del Big Ben como la que está en el Puente Vauxhall de Londres.

Y para tomar los signos vitales de esta pequeña urbe nada mejor que internarse en el mercado Sir Selwyn Selwyn-Clarke Market. El olor a marlines recién sacados del mar recibe justo en la entrada. Mientras se avanza, el aroma a pescado va cediendo su lugar al de otras delicias: jengibre, canela, nuez moscada y vainilla. No faltan los montoncitos de chile rojo y las montañas de curry, ajo y pimienta de cayena.

Marchantes y parroquianos compran, venden y sonríen. Uno que otro comerciante permanece absorto, pareciera que consumió toda su energía cuando echó las redes al mar, muy temprano, mientras muchos aún dormían.

El viajero encuentra que algunas fibras vegetales como bambú, roatán y coco han sido transformadas en canastas y sombreros. En el segundo piso hay tallas de madera, barquitos a escala, paisajes tatuados en vestidos y lienzos, sensuales bikinis tejidos a mano y -por supuesto- camisas, esculturas, imanes y llaveritos que emulan al icónico coco de mer. Aunque si de recuerditos se trata, también se puede echar un vistazo en los quioscos de la Fiennes Esplanade, un corredor artesanal en la calle Francis Rachel.

Si algo agrada al viajero que deambula por esta pequeña pero hermosa ciudad, son las casonas coloniales que alguna vez fueron habitadas por los dueños de las plantaciones de algodón, canela, vainilla y copra, esa pulpa rallada y seca del coco que al hervirla en agua se convierte en aceite.

Quién fuera propietario de una de esas casonas que tienen jardines con flamboyanes cargados de flores rojas, hibiscus de todos los colores y verandas desde donde se ve pasar la vida.

La mayoría de la población es católica, hermosos son los cantos que salen de Catedral de la Inmaculada Concepción. Sin embargo, también se...

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