La Isla Entera

AutorJuan Villoro

El director del presidio leyó los documentos, incapaz de entender los trabajos de tierra firme. No conocía la cabecera municipal de la que dependía la justicia en la isla ni sabía a ciencia cierta cómo procedían los tribunales. El expediente modificaba una sentencia: después de treinta años de cárcel, un hombre era condenado a la pena de muerte. El director se sirvió un café en una taza de zinc y leyó sin encontrar el sentido que buscaba. No había nuevas evidencias. El preso aceptó desde el principio haber estrangulado a un hombre. Lo enervante no era la condena (apegada a las disposiciones de la remota judicatura), sino el retraso con que llegaba. Los papeles combados por la humedad citaban cláusulas plomizas que el director leyó de cualquier forma, abanicándose con una solicitud de jabones que no le habían cumplido.

En esos años (28, de acuerdo con el expediente recién leído), no había cobrado ningún afecto por el preso. Aquel hombre no le iba ni le venía. Pero cerró la carpeta con hartazgo y no le importó dejar en ella un aro de café. La retrasada orden de fusilamiento parecía una superstición inútil, equivalente a mutilar un cadáver para que sus nocivas extremidades no vuelvan a reunirse.

Por las tardes, el preso cepillaba muebles con absoluta concentración, como si careciera de otra experiencia interior que la madera. No recibía visitas en la isla ni había mostrado que algo le gustara o molestara.

Escuchó la noticia sin alterarse. Sopló con un silbido asmático en sus dedos amarilleados de aserrín, y manifestó su última voluntad: quería ir a la costa. Lo dijo con la tranquila indiferencia con que pulía sillas y bancos.

En la isla, los fusilados morían sin otros lujos que respirar un pañuelo empapado en agua de colonia, descalzarse...

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