Las instituciones

AutorJosé C. Valadés
Páginas365-412
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Capítulo XXX
Las instituciones
LA MUERTE DE OBREGÓN
Después de los trágicos sucesos de octubre, la República se entregó
a los brazos del escepticismo político, cierto de que ni la ley ni la rebelión
eran los instrumentos para democratizar a la nación mexicana.
Tal escepticismo produjo profundos quebrantos en el seno y orden
de la sociedad, pues si la acción colectiva resultaba ineficaz, ahora
surgía en la mentalidad popular la idea de la acción individual del
temerario y heroico, aunque siempre estéril atentado individual.
Además, como los acontecimientos de octubre tuvieron todas las
exteriorizaciones de la represalia, ésta a su vez se presentó, para el
pueblo mexicano, con los caracteres de la brutalidad, y por lo mismo,
si momentáneamente amedrentó a la sociedad, poco adelante no
faltaría quien urdiese los hilos de la venganza secreta e irresponsa-
ble, que es el peor de los males que puede sufrir una República.
Dentro de esa idea que se manifestaba, lo mismo en la crítica del
hombre común que en la agresividad de la prensa periódica oposi-
cionista, tomaba mayores vuelos entre el cristerismo. Ahora, las
actividades sediciosas de éste, las cuales cada día eran más y más fav o-
recidas aún por los liberales enemigos de Obregón, se acercaban
al desafío directo al Estado; pero más que al Estado, al propio ge-
neral Obregón.
Éste, en efecto, estaba señalado por la voz corriente como el ver-
dadero responsable de las tragedias ocurridas en octubre.
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Creíase hallar, en las pasiones nunca ocultas de Obregón, el fuego
de los agravios, el estallido de los odios, la desobediencia a las le-
yes protectoras de las funciones políticas individuales y colectivas;
pues en Huitzilac y en otros lugares del país no sólo habían sido
fusilados los jefes militares rebeldes, sino también adalides de la
democracia que, como los licenciados Rafael Martínez de Escobar y
Otilio González, representaban los ideales más puros, aunque tal
vez quiméricos, de la Revolución Mexicana.
Y como todo eso se atribuía, como queda dicho, a la debilidad del
presidente Calles y al poder detentatorio de Obregón, todas las mira-
das de aversión y venganza estaban dirigidas hacia éste. Obregón,
de acuerdo con la corriente dominante en el país, era el responsable de
la persecución a los obispos, del radicalismo anticlerical, de los tras-
tornos electorales, de las violaciones a la ley y de las órdenes que
firmaba el presidente. Era asimismo el verdadero responsable de los
alzamientos católicos.
Contribuía a la formación y propagación de tal creencia el hecho
de que, siendo la mayoría de los gobernadores, senadores, diputados
y comandantes militares de filiación obregonista, y siendo el caudillo
quien, desde 1914, envenenaba el ambiente político contra los sacer-
dotes y fanáticos, era de considerarse que el propio Obregón cargaba
por sí solo con la responsabilidad política, republicana, civil, moral y
jurídica del país. De todos los padecimientos nacionales, pues, se
hizo culpable al caudillo.
Ahora bien, el espíritu laborioso de aquel gran hombre que había
en Obregón era, en la realidad, motivo amenazante para la tranquili-
dad doméstica. Obregón, sin ser militar, tenía las características del
guerrero, quien así como es capaz de dar grandeza a las naciones,
también abusa del poder que le proporcionan el ingenio y la fuerza.
Por otra parte, como las brutalidades de aquel octubre terrible no
vencieron el alma de México, sino que acicatearon la indivualidad, el
orgullo y la voluntad, los enemigos del gobierno, aunque sin mani-
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festaciones ostensibles, católicos a su vez, siguieron impertérritos y
valientes en su alzamiento; y creyendo que los obstáculos que el
Estado ponía a la Iglesia para una restauración de sus privilegios se
debían únicamente a Obregón; creyendo asimismo que la paz en las
conciencias sólo volvería a reinar en México con la desaparición del
caudillo, no dudaron en hacer cálculos magnicidas. Así, el tenebroso
instrumento del atentado personal empezó a ser considerado como
medio de salvar al país de aquella situación contraria a los intereses
de un grupo que no estaba favorecido para llegar al poder si no era
por medio de la violencia.
Sin estar ungida, pues, al examen propio a los estados reflexivos
del ánimo y pensamiento, tal idea de violencia empezó a generali-
zarse; y esto de manera tan súbita que pudo hacer un ambiente fa-
vorable; porque si, ciertamente, la Iglesia no la apoyaba, tampoco la
condenaba, a pesar de que el ambiente estaba cargado de posibles
actos atropellados.
Por todo eso, cuando todavía el país estaba guardando el más
riguroso de los lutos por la tragedia de octubre, un grupo católico
identificado con la Liga de Defensa y dirigido por el ingeniero Luis
Segura Vilches resolvió dar muerte al general Obregón.
Con verdadero sigilo se llevaron a cabo los preparativos para
cometer el atentado, a pesar de que los concursantes al crimen
carecían de experiencia y tuvieron que organizar una vasta red de
cómplices, la mayor parte jóvenes y adolescentes, algunos de ellos
monaguillos.
Lejos de lo que se tramaba en su contra, pues siempre llevó la
confianza en sus triunfos dentro de sí mismo, el general Obregón
nunca cambió sus costumbres, de manera que el 13 de noviembre
(1927), cuando paseaba a bordo de un automóvil por las calzadas
del bosque de Chapultepec, de otro vehículo en movimiento le
arrojaron una bomba de dinamita que no hizo más efectos que el
estallido.

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