Insomnio y fuga

AutorCarmen Boullosa

Nadie se acostumbra al insomnio, que ni qué. Lo sé por experiencia propia. Me lo repetía esa noche, duro y dale, hasta el cansancio, mientras peleaba conmigo misma por dormirme, para no variarle. Pero, si no fuera por una llamada telefónica, no recordaría como algo especial que esa noche me automachacaba la perogrullada, ni que la madrugada tuvo algo muy singular, porque lo tuvo: cuando por fin dejé atrás el insomnio, no crucé el umbral a solas; había otros conmigo en el tránsito, en el instante en que traspasé el límite que media entre el sueño y la vigilia. Por mí que eso es algo que se emprende siempre a solas, hasta que me pasó esto nunca pensé que podría ocurrir, ni siquiera cuando amamantando a alguno de mis hijos me quedaba dormida al unísono con el bebé, los dos a coro resbalando juntitos -aunque separados- al mundo del sueño. No hay duda de que se cruza a solas, nadie puede acompañar a nadie a hacerlo. Pero no importa un bledo qué crea u opine, porque esa madrugada me pasó lo que en teoría no ocurre, quién sabe por qué demontres crucé con dos grupos de personas, dos muchachos y dos niños. Los dos jovencitos que estaban conmigo tenían tanto tiempo como yo haciéndose cancha para escapar, tanta ávida desesperación, tanta necesidad, eso de alguna manera sería una explicación de por qué estábamos juntos donde no cabe la compañía, aunque no le quita lo inexplicable, porque la llamada de teléfono sólo se suma a mi lista de noentiendos. Para lo que me es imposible encontrar alguna razón, para lo que no tengo sino puro keine Ahnung, ni idea, sepa la bola es para por qué estuvieron conmigo los otros dos niños, por qué compartimos el momento incompartible.

Era la madrugada del 17 de diciembre. Como ya dije, estaba en lo habitual, peleando contra el insomnio, luchando como una desesperada por volver a dormirme y fingiendo que no lo hacía para pretender que lo estaba consiguiendo. Me había despertado a las 3:30, sólo faltaban unos minutos para las seis, llevaba más de dos horas en esa rebatinga furiosa. Me ardía la piel de la cara, sentía la cabeza a punto de reventar, los ojos me apretaban en sus órbitas o los sentía rebotando adentro de éstas, como si les quedaran muy grandes e incómodas, a la manera de los zapatos corrientes. Golpeaba y golpeaba la pared de la vigilia para que me dejara cruzar al otro lado y aliviarme de la falta de sueño y, como me daba cuenta de que nomás no ganaba la batalla, pretendía dejar de pegar, pero era igual de...

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