In memoriam: Jesús González Dávila

AutorFernando de Ita

Escritor maldito, hombre entrañable; niño de la calle, maestro generoso; dramaturgo de la desolación, poeta del infortunio, Jesús González Dávila (1942-2000), murió en olor a santidad porque sufrió en carne y teatro los dolores del cuerpo y las congojas del alma.

La vida era para Jesús como un alfiletero que le pinchaba sin cesar las partes más nobles de su ser, como fueron el sexo, el corazón y el cerebro. Pocos individuos tan susceptibles al tormento de la carne, el amor y la inteligencia como el autor de De la Calle, el himno arrabalero sobre las criaturas desgarradas por el desamor que le dio fama y coraje, porque nunca estuvo contento con el apantallante montaje de Julio Castillo.

Su idea del teatro era mucho más sobria, menos espectacular por verídica, por angustiosa. Desde niño, González Dávila padeció la expulsión del paraíso; la separación del seno materno que tuvo lugar con la muerte de su madre lo marcó para siempre y le dio a su teatro ese tono hijo-de-perra que lo distingue entre los ilustres dramaturgos de la llamada "Nueva Dramaturgia Mexicana", donde militaron Sabina Berman, Tomás Urtusástegui y Víctor Hugo Rascón Banda, entre muchos otros.

Jesús fue un loco en el sentido dostoievskiano de la palabra, un poseído por el dolor del mundo, un inconforme no con la vida sino con esa forma de vivir de los mexicanos que nos hace perdedores natos. Por algo este adjetivo era su palabra favorita, y gustaba de repetirla en "spanglish": soy un looser.

Jesús era una madeja de nervios rodando en un camino de vidrios quebrados. Yo lo conocí a principios de los 80, en sus aciagos días de publicista, y hasta ahora puedo imaginar a plenitud la trepanación cotidiana que debió ser para un talento como el suyo inventar frases para vender jabones.

Cuando Jesús se entregó en cuerpo y alma a escribir las 15 piezas de teatro que forman su cuerpo dramático (hay que leer las cuatro obras inéditas que dejó como obra póstuma), se convirtió en una pesadilla viviente, capaz de enloquecer al mismísimo Emanuel Kant con sus descabelladas ocurrencias.

Cierta noche, por ejemplo, cenábamos en casa de Ramiro Osorio en la Ciudad de México, y Jesús iba y venía como una sombra por la casa. Metidos como estábamos en la copa y la plática, de pronto los dueños del aposento se sintieron en otra parte porque Chucho había cambiado por completo el mobiliario de todas las habitaciones desocupadas. La locura le servía a González Dávila para no enloquecer.

Lo cierto es que...

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