El imperio del español

AutorEnrique Krauze

Para Antonio Alatorre

Hay un imperio bienhechor en el que no se pone el sol. Es el imperio del español; un dominio antiquísimo y moderno, cultural y espiritual, una nación virtual, sin fronteras, múltiple, compleja, variada, cambiante y llena de promesas. El español se expande ufano, y ya no es sólo de España, ni principalmente de España: tiene muchos más hablantes fuera de ella.

El castellano, el español, es una de las lenguas más vivas y vivaces del mundo, y una de las que con más energía avanzan, no sólo en el área geográfica que va cubriendo, sino en los variados acentos que adopta -tan distintos como pueden ser el andaluz, el yucateco, el porteño o el cubano. Y desde tiempos medievales, nuestra lengua no ha dejado de producir una literatura excelente.

Si en este desconcertante principio del siglo XXI asistimos perplejos a tantas sangrientas resurrecciones históricas que parecían imposibles, impensables (nuevas cruzadas del siglo XI en el mundo islámico, odios teológicos y étnicos del siglo XIV en los Balcanes, querellas territoriales entre israelitas y filisteos en tierras bíblicas), ¿cómo no celebrar un proceso histórico no menos antiguo, pero de carácter positivo e integrador, como la milenaria construcción del español?

Recorrer la asombrosa historia de nuestro idioma, en un congreso internacional dedicado a su examen, frente a los mayores académicos de la lengua, puede ser o parecer un despropósito (una predicación a los conversos), pero nunca está de más, porque su desarrollo es una de las glorias indisputadas de la civilización occidental. El español destaca sobre todo por su capacidad para mezclar, incorporar, convivir y aceptar lo diverso, lo variado, en una nueva y dinámica unidad, abierta a su vez al cambio incesante.

El español, desde su prehistoria, es eso: expresión de un continuo mestizaje. Desde el gran tatarabuelo, el protoindoeuropeo original (del que nació el abuelo, el indoeuropeo) hasta el dilatado imperio del latín, el español se fue larvando, labrando, con la influencia de los idiomas autóctonos de la Península, con el influjo del celtíbero, del griego clásico (en su variable jonia), al que se deben numerosas palabras del vocabulario científico; del fenicio (lengua de Cartago, de la que proviene el alfabeto latino y el nombre mismo de España, "Hispania"); del hebreo (que resuena en tantos nombres propios) y, por supuesto, significativamente, de los sonoros arabismos, que forman una plétora abigarrada y riquísima. Y no sólo las palabras revelan, como una secreta geología, la formación tectónica del idioma: también los acentos, los tonos, las peculiaridades sintácticas.

Si hay un consuelo, repito, en atestiguar, en tiempos de intolerancia y desesperanza, los procesos históricos de creación y convivencia, vale la pena recordar también, con orgullo, que hace poco más de mil años se escribió por primera vez en español. Ocurrió, como sabemos, cuando los novicios de los monasterios de San Millán de la Cogolla y de Santo Domingo de Silos escribieron sus respectivas explicaciones a los sermones de San Agustín y a un texto penitencial no en griego, latín o árabe, sino en otra lengua: su lengua. Pusieron sus breves notas en un castellano medio aragonés y medio navarro. Escribieron en español. Una de aquellas personas, donde decía modica abluatur limpha, explicó "sieyat labado con poca agua". No hay testimonio escrito más antiguo de nuestra lengua.

A partir de ese momento, hace algo más de mil años, terminó la prehistoria y comenzó la historia del español. Historia de...

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