Imaginarios compartidos

AutorEmilio García Montiel

Lo primero es la ausencia de mar. De todo lo que se entiende por mar; tanto en las dimensiones naturales, aquellas que ocupan los sentidos (la brisa, el yodo, el azul, la noche, el tacto, el ruido del agua) como en las dimensiones de uso (la playa, la pesca, el paseo, el muro del malecón). Pero sobre todo, en la función de borde.

Saber que ahí está el mar no es sólo prefigurar sus instancias naturales (siempre distintas) o las posibilidades con que nos acercamos a ellas y a lo construido alrededor de ellas, es imaginar un más allá, tal vez ignoto o tal vez inalcanzable. Del mismo modo en que lo natural (el azul simbólico) o el uso (el paseo romántico) son imaginarios que incluyen no únicamente el espacio físico, sino las definiciones de un país o una ciudad, también el borde se construye sobre circunstancias históricas precisas, en este caso, sobre la imposibilidad o la dificultad de ir a lo desconocido o a lo conocido deseable; borde más como límite que como espacio mediador; borde que compulsa aún más el imaginario del viaje.

Constatar esta ausencia (no sólo nostálgicamente) es constatar también la pérdida de una de las referencias medulares tanto para el recorrido diario, como para la reconfiguración de los mapas personales de la ciudad. No hay mar, y en una de las ciudades más grandes del mundo, ello significa que por bastante tiempo, vamos a procurar un borde que no existe; una nitidez que nos permita la confortabilidad y la confiabilidad de una ubicación casi absoluta. Luego, habremos de entender que esos bordes son ambiguos y que enmarcar el espacio físico de la metrópolis no sólo es inútil, sino que no nos hará falta. En contraste con las dimensiones de la ciudad toda, el espacio cotidiano habrá de reducirse, y así los bordes. Cruzar radicalmente la ciudad de sur a norte o de este a oeste es, en efecto, un viaje metropolitano; no sólo por su mínima acepción de recorrido, sino, ante todo por las implicaciones de demora, de distancias enormes, de riesgos, de imprevistos, de cambios climáticos y de imaginarios sobre zonas que no confrontamos sino en transitoriedad. Estamos, sin duda, más allá de nuestros bordes, más allá de nuestro barrio-mundo.

Otros modos de bordes comienzan a aparecer, precisamente, a través de las identidades de los barrios y de sus calidades visuales, económicas y raciales. La ciudad se redibuja nuevamente, ahora a partir de sus funciones; se empiezan a ubicar los espacios de ocio y de trabajo; las zonas de moda y las zonas de peligro; se empieza a saber a dónde hay que ir y a dónde no; se empiezan a evaluar las diferencias como nunca antes (porque también son más marcadas) y a esbozarlas como una metápolis personal, como...

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