El ideal de libertad

AutorQuentin Skinner
Páginas23-41
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I. EL IDEAL DE LIBERTAD
LAS CIUDADES-REPÚBLICA Y EL IMPERIO
Ya a mediados del siglo XII, el historiador alemán Otón de Fresinga recono-
ció que en el norte de Italia había surgido una nueva y sorprendente forma
de organización social y política. Una peculiaridad que notó fue que, al pare-
cer, la sociedad italiana había perdido su carácter feudal. Descubrió que
“prácticamente toda la tierra está dividida entre las ciudades” y que “casi
no puede encontrarse hombre noble o grande en todo el territorio circundan-
te, que no reconozca la autoridad de su ciudad” (p. 127). La otra modifi cación
que observó —y que le pareció aún más subversiva— fue que en las ciudades
había evolucionado una forma de vida política enteramente opuesta a la su-
posición previa de que la monarquía hereditaria constituía la única forma
sana de gobierno. Se habían vuelto “tan deseosas de libertad” que se habían
convertido en Repúblicas independientes, gobernada cada una “por la volun-
tad de los cónsules, antes que de los gobernantes”, a los que “cambiaban casi
cada año” para asegurarse de que su “afán de poder” fuera contenido, y se
mantuviera la libertad del pueblo (p. 127).
El primer caso conocido de una ciudad italiana que eligiera tal forma
consular de gobierno ocurrió en Pisa en 1085 (Waley, 1969, p. 57). En ade-
lante, el sistema empezó a difundirse con rapidez por la Lombardía así como
por la Toscana: regímenes similares aparecieron en Milán en 1097, en Arez-
zo al año siguiente, y en Lucca, Bolonia y Siena en 1125 (Waley, 1969, p. 60).
Durante la segunda parte del siglo ocurrió un segundo acontecimiento im-
portante. El gobierno de los cónsules llegó a ser suplantado por una forma
más estable de gobierno electivo, centrado en un funcionario llamado el po-
destá, conocido así porque estaba investido con el poder supremo o potestas
sobre la ciudad. El podestá normalmente era un ciudadano de otra ciudad,
convención destinada a asegurarse de que ningunos vínculos o lealtades lo-
cales coartaran su imparcial administración de la justicia. Era elegido por
mandato popular, y generalmente gobernaba asesorado por dos consejos
principales, el mayor de los cuales podía tener hasta seiscientos miembros,
mientras que el consejo interno o secreto normalmente se reducía a cuarenta
ciudadanos destacados (Waley, 1969, p. 62). El podestá disfrutaba de faculta-
des vastas, pues se esperaba que actuara como supremo funcionario judicial
así como administrador de la ciudad, y que sirviera como destacado porta-
voz en sus diversas embajadas. Pero el rasgo decisivo del sistema era que su
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categoría siempre fuera la de un funcionario asalariado, nunca de un gober-
nante con independencia. El término de su cargo habitualmente se reducía a
seis meses, y durante todo ese tiempo era responsable ante el cuerpo de ciu-
dadanos que lo había elegido. No tenía autoridad para iniciar decisiones po-
líticas, y al término de su gestión se le requería someterse a un escrutinio en
toda forma de sus cuentas y juicios, antes de obtener autorización para irse
de la ciudad que le había empleado (Waley, 1969, pp. 68-69).
Al término del siglo XII, esta forma de autogobierno republicano había
llegado a ser adoptada casi universalmente entre las principales ciudades del
norte de Italia (Hyde, 1973, p. 101). Aunque esto trajo consigo cierta medida
de independencia de facto, sin embargo siguieron siendo, de iure, vasallas del
Sacro Imperio Romano. Las pretensiones jurídicas de los emperadores ale-
manes sobre Italia se remontaban a la época de Carlo Magno, cuyo Imperio
había unido Alemania y el norte de Italia a co mienzos del siglo IX. Estas pre-
tensiones habían resurgido con fuerza en el curso del siglo X, cuando Otón I,
en particular, había aunado decisivamente el Regnum Italicum con sus pose-
siones alemanas.1 Para cuando Federico Barbarroja subió al trono imperial a
mediados del siglo XII, los emperadores habían llegado a tener dos razones es-
peciales para insistir una vez más sobre la verdadera situación del Regnum de
Italia del norte como simple provincia del Imperio. Una era el hecho de que,
como dice Otón de Fresinga, las ciudades habían empezado a sacudirse la au-
toridad del emperador y a “recibirlo de manera hostil cuando debieran acep-
tarlo como su propio gracioso príncipe”. La otra razón, como Otón ingeniosa-
mente añade, era que si el emperador lograba subyugar todo el norte de Italia,
esto le convertiría en amo de un “verdadero jardín de las delicias”, ya que para
entonces las ciudades de la llanura lombarda habían llegado a “sobrepasar
a todos los demás estados del mundo en riquezas y poder” (pp. 126-128). El
resultado de añadir esta esperanza de tesoros inmediatos a las venerables
pretensiones de la jurisdicción imperial fue que una sucesión de emperado-
res alemanes, a partir de la primera expedición de Federico Barbarroja a
Italia en 1154, se esforzaron durante casi dos siglos por imponer su dominio
al Regnum Italicum, mientras que las ciudades principales del Regnum lu-
chaban, con no menor determinación, por afi rmar su independencia.
Las dos primeras expediciones de Federico Barbarroja virtualmente lo-
graron darle el dominio de toda la Lombardía. Empezó por atacar a los alia-
1 El término Regnum Italicum se refi ere, pues, a aquella parte de la Italia Septentrional que
corresponde al reino lombardo de la Época de las Tinieblas, que Otón I reincorporó al Imperio
Alemán en 962. Es tan sólo esta zona la que los teóricos de las ciudades-república italianas tie-
nen en mente cuando hablan, como lo hace Marsilio de Padua en su Defensor de la paz, del Reg-
num Italicum. Por tanto, resulta engañoso traducir el término (como por ejemplo lo hace Alan
Gewirth en su edición del Defensor de la paz, p. 4 y passim) como “el Estado Italiano”. Aparte del
anacronismo implícito en el empleo del término “Estado”, puede creerse que esto implica que
Marsilio está refi riéndose a toda el área de la Italia moderna, lo que nunca fue el caso.

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