Héctor Vasconcelos/ Disyuntiva en Monterrey

AutorHéctor Vasconcelos

Las cifras son conocidas: más de mil millones de seres humanos sobreviven -o no- con menos de un dólar al día; 2 mil millones, es decir, casi la tercera parte de la humanidad, deben subsistir con menos de dos dólares diarios. En el otro extremo del espectro, hace poco se suscitó un escándalo cuando se descubrió que un puñado de banqueros de Barclays Capital generaron una cuenta de 62 mil dólares por una cena para seis en el restaurant Petrus de Londres: sólo tres botellas de vino costaron 48 mil dólares. Cenaron a razón de 10 mil dólares por cabeza.

Hasta hace poco, tales disparidades planteaban sólo un problema moral, filosófico y acaso de conciencia para quienes estaban conscientes de ellas. Pero en la medida en que todo se ha globalizado, las diferencias en la distribución de la riqueza global se han convertido en un problema que atañe a todos y del que nadie podrá escapar. Aunque nunca en la historia tanta gente había dejado atrás la pobreza como en los últimos 50 años, un hecho subsiste: unos cuantos países en el hemisferio norte detentan la mayor parte de la riqueza del planeta, mientras que en Africa, Asia y América Latina miles de millones de seres humanos se debaten en la más atroz miseria. Para los países ricos -y para las élites de los países pobres- la situación es, en principio, insostenible, a menos que se esté dispuesto a emplear la represión en gran escala para hacer frente a las masas que exigirán, de diversas maneras, su parte de la riqueza.

Los efectos más evidentes de lo anterior son las enormes migraciones del sur hacia el norte que amenazan con romper los equilibrios, la estabilidad y a veces la cultura misma de los países ricos. El impacto de estas migraciones -que de prevalecer las circunstancias presentes, se acrecentarán sin medida en el futuro- es tal que ya está cambiando el mapa político y la naturaleza del debate electoral en Europa, por ejemplo. Sectores importantes de la población se sienten amenazados por las hordas de culturas ajenas que penetran en las fábricas, los barrios y los servicios. Esto, a su vez, ha dado una justificación para el resurgimiento de una derecha solapadamente racista y xenofóbica que no había osado decir su nombre desde la Segunda Guerra Mundial. Aun un país rico y despoblado del sur -Australia- se ve impelido a adoptar medidas intransigentes para reducir la inmigración, ante el peligro potencial de verse asediado por masas de inmigrantes de los países pobres de Asia.

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