Entre Paréntesis/ Yo también hablo de la toalla

AutorDavid Martín del Campo

Avientan la toalla y el combate termina. Que pare el castigo contra las cuerdas, la herida que nubla la mirada, esos segundos impíos en lo que suena el campanazo. Que alguien lance, por favor, esa toalla de 4 mil pesos y concluya ese último round de ridículas resonancias. Toallas por decenas que nos acompañan, con su esponjado pudor, desde que éramos arrebatados de la tibia bañera donde el patito fue nuestra primer mascota porque, a fin de cuentas, y todos lo saben, cada toalla se lleva una historia y en su fresca humedad se disipan los olores de lo que fuimos...

Sería el año de 1959 o 1960, cuando el tío Pepe abandonaba Monterrey para volar, temprano, a Guadalajara. Era una de sus frecuentes giras como inspector de alcoholes por el interior del país. Lo esperaban para la inauguración de un ingenio cañero en el valle de Ameca, donde acompañaría al Gobernador Agustín Yañez. Al abandonar el hotel, sin embargo, fue retenido por el gerente. "...Falta la toalla", le advirtió, y había que pagarla o devolverla. El tío Pepe era de armas tomar. "¿Me está llamando ratero?", imprecó al empleado, y se hicieron de palabras. Llamaron a la recamarera, retornaron a la habitación, pero no apareció la famosa toalla. Abrió su equipaje lanzando todo tipo de improperios y finalmente no quedó más remedio que pagar el lienzo faltante. Veinticinco pesos y casi un derrame de bilis. Así abordó el taxi que lo llevaría al aeropuerto, pero el acelerador a fondo resultó infructuoso. Perdió el vuelo de aquel bimotor DC-3 que nunca llegó, por cierto, a Guadalajara. Quedó hecho pedazos en la sierra de Durango. Siempre que lo contaba nos obsequiaba la pregunta: "¿Qué ángel sería el encargado de robar la bendita toalla?".

...Era un juego de ociosos. En el recreo, luego de la clase de natación, enrollábamos las toallas húmedas para hacerlas restallar. Y cómo dolían esos chicotazos propinados con alevosía. Lastra, que era guapo y medio fanfarrón, recibió un fustazo de ésos en el ojo izquierdo. Aguantó el llanto mientras en la enfermería le ponían una gasa y gotas de colirio. Por la tarde, sin embargo, comenzó a supurarle un hilillo de sangre. Regresó a clases una semana después, pero tuerto. Durante años usó un parche hasta el día en que estrenó su ojo de vidrio. Le decíamos, por lo mismo, "El Canica". A pesar de todo no perdió nunca su ánimo jactancioso. Incluso el detalle era buen argumento a la hora de ligar, pues mientras las muchachas miraban azoradas esa esfera de iris...

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