Guadalupe Loaeza/ Sssh... totalmente silenciosa...

AutorGuadalupe Loaeza

Llevabas casi cuatro meses aplazando la cita. "Mañana voy sin falta", te decías todos los días. Sin embargo, no ibas. "Es que el hospital está muy lejos". "Es que ahorita ando pésimo de dinero". "Es que realmente no lo necesito". "Es que todavía estoy muy joven para este tipo de exámenes". "Es que... es que...", afirmabas para justificar tu irresponsabilidad y desidia. Pero un día discutiendo con tu marido a propósito de cuánto medías de estatura, le comentaste de lo más ufana: "Pues yo mido 1.69 o 1.70, ya no me acuerdo". El te miró extrañado y agregó: "¡Imposible!... No eres tan alta". Su afirmación te incomodó; te molestó y hasta te ofendió. "¿Cuánto apuestas?", lo retaste a la vez que fuiste en busca de la cinta métrica. El, divertido, te colocó contra el muro de su habitación. Te dio un beso. Fue a buscar un lápiz. Se puso sus anteojos y te dijo. "Ponte bien derechita, pero sin pararte de puntas, ¿eh?" Más erguida que una regla, contuviste la respiración, sacaste el pecho, metiste el estómago, alzaste los hombros y esperaste el veredicto. "Mides exactamente, 1.67", te confirmó. No lo podías creer. "¡Imposible! Si apenas ayer estaba más alta. Ni modo que me haya encogido nada más porque me mojé el domingo por la tarde. Me estás mintiendo. ¡Está mal la cinta métrica! No viste bien... ¿Por qué no me mides otra vez?", insististe en pedirle. No obstante le pareciste un poco infantil, accedió a tu capricho. "Como tú quieras, mi chaparrita", añadió a la vez que te hacía un guiño. Te gustó. Lo encontraste adorable, seductor y muy varonil. Volvió a evaluar tu altura. "¡1.67!", exclamó con sus ojos verde aceituna. Te quedaste fría. ¿A dónde se habían ido esos dos centímetros que jurabas por todos los santos del cielo que tenías? ¿No que siempre habías sido de las más altas entre todas tus hermanas? ¿Te estarías, al cabo del tiempo, efectivamente, achaparrando? De pronto se te vino a la mente una palabra. Una palabra la cual te costaba trabajo pronunciar debido a que no estabas muy familiarizada con ella. Siempre que la articulabas, lo hacías muy despacito por temor a equivocarte: o-s-t-e-o-p-o-r-o-s-i-s, pensaste un poquito apesadumbrada. Naturalmente no le dijiste ni una sola palabra de tus temores a tu marido. ¿Para qué? De haberlo hecho, dudabas que te restara "glamour"; que te viera menos sexy o que incluso empezara a percibirte como una mujer lista para entrar, por la puerta grande, a la ¡¡¡Tercera Edad!!!

Esa noche no pudiste dormir. Las...

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