Guadalupe Loaeza/ Miento, luego existo...

AutorGuadalupe Loaeza

Para José Juan López Portillo.

"Yo miento, tú mientes, nosotros mentimos, ellas y ellos mienten... reza, en presente, el verbo mentir. Es cierto, todos mentimos. La Iglesia miente. El Ejército miente. Los Legisladores mienten. El Canciller miente. El Presidente de la República miente. Luis Echeverría miente. Los priistas mienten. Los perredistas mienten. Los amigos de Fox mienten. Los Jueces mienten. Los periodistas mentimos. En suma, este País y sus Gobiernos han educado a las mexicanas y a los mexicanos, en los últimos siglos, con mentiras y con trampas.

Nunca se me olvidará una vivencia que tuve hace muchos años y que, justamente, tiene que ver con nuestra mentalidad tan laxa, tan acomodaticia, tan tramposa, pero sobre todo, tan mexicana. Ese día me percaté de la distancia abismal que puede existir entre dos culturas y dos civilizaciones. Tendría 15 años bien cumpliditos. En esa época me encontraba estudiando high school en Montreal. Durante el examen de latín, de pronto, mother St. Maureen fue llamada de la dirección con urgencia. "I'll be back in five minutes", nos dijo antes de partir casi corriendo. Todavía la veo con su hábito negro y su cofia muy almidonada, la cual le enmarcaba perfectamente el óvalo de un rostro de tipo muy irlandés. (Ahora que me acuerdo le daba un aire a Maureen O'Hara, que también era de Irlanda). No acababa de salir la religiosa de la clase, cuando de inmediato miré hacia la alumna que se encontraba a mi lado: "pssst", le hice muy a la mexicana. "How do you say girl in latin?" (¿cómo se dice "niña" en latín?), le pregunté muy a la mexicana. Mi compañera se me quedó viendo con una cara de absoluta incredulidad. No me hizo el menor caso. Le volví a preguntar, pero ella ni se inmutó."¿Por qué no me responderá si no está la maestra?", pensé muy a la mexicana. En seguida miré a mi derredor, y cuál no sería mi sorpresa de ver a todas las alumnas totalmente volcadas sobre su respectiva hoja de papel. Nadie hablaba. Nadie se movía. Pero, sobre todo, nadie copiaba. Tampoco a nadie se le había ocurrido extraer de su pupitre el libro de latín para poder copiar, sin el menor problema, las respuestas. Me quedé helada. Yo, la mexicana, había sido la única de todo el salón que había intentado aprovechar la ausencia de la monja para copiar, para engañar, es decir, para mentir. Lo que también me llamó la atención fue que cuando mother St. Maureen regresó, retomó el libro que estaba leyendo y no nos interrumpió sino hasta que...

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