Guadalupe Loaeza / Los bailes

AutorGuadalupe Loaeza

Siempre me ha intrigado la permanencia y la adicción por leer y aparecer en la sección de sociales de los diarios mexicanos. Lo que nunca imaginé es que existiera esta obsesión desde el siglo antepasado y que las crónicas de sociales fueran publicadas con el mismo éxito que tienen ahora.

Desde que Maximiliano y Carlota hicieron su entrada triunfal a la Ciudad de México el 12 de junio de 1864 (ayer se cumplieron 150 años de que pisaron suelo mexicano, cuando llegaron a Veracruz), se incrementaron los bailes y las tertulias, y con ello las crónicas de sociales. En el espléndido libro Invitación al baile, de Clementina Díaz y de Ovando, publicado por la UNAM en 2006, para el que investigó las secciones de sociales de todos los diarios entre 1825 y 1910, ella dice que una de las características del Segundo Imperio mexicano eran precisamente sus bailes, "el apoteosis del siglo XIX", incluyendo los que ofrecía Antonio López de Santa Anna. En esa época, cada día se daba un baile, al que asistían los representantes de las legaciones y colonias extranjeras, así como la aristocracia y la burguesía. Se organizaban bajo cualquier pretexto, desde el más familiar hasta el más elaborado. Los bailes más reportados en los diarios mexicanos conservadores eran los que efectuaba la "gente decente", "lo más granado de la sociedad". Los bailes de la corte de Maximiliano y Carlota brindaron a estos sectores de la sociedad mexicana la oportunidad de hacer alarde sus posesiones y de su posición. Eran la ocasión perfecta para mostrar sus joyas, casas, atuendos, vajillas, pero sobre todo para demostrar el savoir vivre. La instauración del Segundo Imperio permitió, además, que hubiese un abastecimiento permanente de telas, listones, pelucas y crinolinas para el deleite de las invitadas. Igualmente, acudieron desde París: peluqueros, modistas, sastres, zapateros, perfumistas y joyeros. Las jóvenes mexicanas se esmeraban particularmente para las fiestas ofrecidas a sus majestades: "Había una que tenía en el cuello un hilo de perlas que le daba una, dos, tres, cuatro, cinco y seis... siete vueltas, y a pesar de eso su garganta estaba muy holgada en aquellos cercos, que, por su blancura, eran el emblema de la pureza, y representaban, sin duda, las siete virtudes de un alma escogida". El diario La Sociedad, del 19 de junio de 1864, aconsejaba a los invitados: "De esperarse es que sean puntuales y que vayamos todos adquiriendo la cualidad de la exactitud que hasta aquí...

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