Gregor, el oficio de leer

AutorNadine Gordimer

Cualquier lector sabe que aquello que uno ha leído tiene influencia en su vida. Con "lector" quiero decir alguien desde la época en que uno comenzaba a sacar, por sí solo, las palabras impresas en un cuento que nos era leído antes de dormir. (Otra suposición: que uno se volvió alfabeta en una era antes de que el cuento antes de dormir fuera sustituido por media hora frente al televisor.) La adolescencia es el periodo crucial en el que el poeta y el escritor de ficción intervienen en la formación del sentido de sí mismo en relación con otros, lo que indica -de manera emocionante, aunque a veces aterradora- que lo que la autoridad adulta ha dicho o implicado en el orden de tales relaciones, no lo es todo. En la década de los 40, se me dio a entender: primero, conocerás a un hombre, ambos se enamorarán y se casarán; existe un orden de emociones que viene con este proceso empaquetado. Eso es el amor.

Para mí, el primero que llegó fue Marcel Proust. El extraño, aunque inevitable, trastorno del desesperante amor de Charles Swann por una mujer que no era su tipo (y esto no era, en realidad, culpa de ella; él se enamoró de ella como lo que era, ¿eh?); los celos del Narrador que seguía atormentadamente el rastro de las evasiones de Albertine.

Adiós al confeti. Ahora tenía expectativas diferentes de lo que la experiencia podría involucrar. Mi aprendizaje del amor sexual cambió; de por vida. Me gustara o no, esto es el amor. Terrible. Glorioso.

Sin embargo, ¿qué sucede si algo de una ficción no es interiorizado, sino se materializa? ¿Si asume una existencia independiente?

Me acaba de suceder a mí. Cada año vuelvo a leer algunos de los libros que no quiero morir sin haber vuelto a leer. Este año uno de esos fue Diarios de Kafka, y voy como a la mitad. Es una lectura nocturna maravillosamente escalofriante.

Hace algunas mañanas, cuando me senté frente a esta máquina de escribir como lo hago ahora, no a esperar al duende de Lorca, sino para comenzar a trabajar, vi bajo la pequeña ventana que muestra palabras electrónicamente conforme las escribo, una cucaracha. Una cucaracha más bien pequeña, de alrededor del tamaño y la forma de la uña del tercer dedo de mi mano de tamaño mediano. Decir que no podía creerlo sería insuficiente. Sin embargo, mi pensamiento inmediato fue práctico: indudablemente estaba ahí, ¿cómo se metió? Golpeé el vidrio en el lugar debajo de donde apareció. Confirmó su existencia no moviendo el cuerpo, sino agitando de un lado a otro...

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