Sergio González Rodríguez: El artista adolescente

Hoy presentamos dos formas de abordar la novela: González Rodríguez entrega una historia sobre la venganza y el poder de la imaginación, mientras que Piglia recrea una intriga terrorista en un ambiente académico

Recibí la propuesta de pasar un semestre como visiting professor en la elitista y exclusiva Taylor University; les había fallado un candidato y pensaron en mí porque ya me conocían, me escribieron, avanzamos, fijamos fecha, pero empecé a dar vueltas, a postergar: no quería estar seis meses enterrado en un páramo. Un día, a mediados de diciembre, recibí un correo de Ida Brown escrito con la sintaxis de los antiguos telegramas urgentes: Todo dispuesto. Envíe Syllabus. Esperamos su llegada. Hacía mucho calor esa noche, así que me di una ducha, busqué una cerveza en la heladera y me senté en el sillón de lona frente a la ventana: afuera la ciudad era una masa opaca de luces lejanas y sonidos discordantes.

Estaba separado de mi segunda mujer y vivía solo en un departamento por Almagro que me había prestado un amigo; hacía tanto que no publicaba que una tarde, a la salida de un cine, una rubia, a la que yo había abordado con cualquier pretexto, se sorprendió cuando supo quién era porque pensaba que estaba muerto. («Oh, me dijeron que te habías muerto en Barcelona.»)

Me defendía trabajando en un libro sobre los años de W.H. Hudson en la Argentina, pero el asunto no prosperaba; estaba cansado, la inercia no me dejaba mover y estuve un par de semanas sin hacer nada, hasta que una mañana Ida me localizó por teléfono. ¿Dónde me había metido que nadie podía encontrarme? Faltaba un mes para el inicio de las clases, tenía que viajar ya mismo. Todos me estaban esperando, exageró.

Le devolví las llaves del departamento a mi amigo, puse mis cosas en un guardamuebles y me fui. Pasé una semana en Nueva York y a mediados de enero me trasladé en un tren de la New Jersey Transit al tranquilo pueblo suburbano donde funcionaba la universidad. Por supuesto Ida no estaba en la estación cuando llegué, pero mandó a dos estudiantes a esperarme en el andén con un cartel con mi nombre mal escrito en letras rojas.

Se puede categorizar, a secas, que el fracaso sin ser grato abre la puerta a los entendimientos generosos y, al final, hasta a las conclusiones en las que el escepticismo y la ligereza se unen para construir un estado de gracia que encubre la sordidez de las faltas, de los crímenes, de las mezquindades. Lo raro de todo esto, y que vale la pena destacar...

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