El Gigante de Ébano

AutorDaniel de la Fuente

Tiene 74 años, pero su complexión de 1.75 metros y 90 kilos de peso impone todavía. De pantalón gris de vestir, suéter claro y saco negro ajustado, Dorrel Dixon sube al ring de la Arena Solidaridad ante la mirada del público dominical.

Uno reconoce al hombre de piel oscura que se cuelga pesadamente de los cuerdas.

"¡¡Arriba Dixon!!" se oye al fondo y el astro de la lucha libre, ya incorporado sobre el entarimado, con la espalda recta, sonríe, alza la mano hacia el gritón y le mira con los ojos verdes entornados por la fama.

"Yo piso el ring, brothercito, y mi corazón brinca de arriba abajo: bip-bop, bip-bop", afirma días después y se entrelaza las manos inmensas sobre su pecho de gallo.

"No sabes lo que es eso, la emoción, ¡uff!, tantos recuerdos".

Radicado en Puebla, Dorrel vuelve frecuentemente a la ciudad para visitar a su hija, en la Nueva Repueblo. Su masticado acento es el de quien nunca se quitó el inglés por el español, por lo que cada idioma lucha apretado por salir primero que el otro.

"Y es que uno nunca se va del ring, ¿sabes, brothercito? Uno se queda allí, como en pedazos entre la gente que corea tu nombre, te aplaude. ¿Cómo pagas eso?".

Aunque Dorrel se retiró en 1994 en esa misma arena regiomontana, eventualmente sube a una para recibir homenajes y percibe de nuevo cómo se acelera el torrente sanguíneo y el "bip-bop" de su corazón. Se tiembla, dice. Se siente algo que recorre las piernas de arriba abajo como en su pelea de debut, en un viejo ring de Cuautla, Morelos, a mediados de los 50.

"Allí estaban todos los grandes: Rolando Vera, Pierroth, (Blue) Demon, Santo", dice con su rostro atortugado, de dientes blanquísimos como sus globos oculares.

"Yo debuté en la tercera pelea con el Doctor Castro, ¡uf!, durísimo. Sudaba mucho, ¡argh!, y hubo muchas cachetadas y golpes, ¡pim, pam! Total, me levantaron la mano después de un abrazo de oso que le apliqué... Pero a lo que voy es que desde la primera hasta la última pelea yo me subí temblando. Eso no lo pierdes, no lo dejas nunca".

Es como si las contiendas se extendieran por la vida, afirma.

I

Dorrel habla en términos afectuosos, palmea frecuentemente la rodilla de su interlocutor y ríe muy seguido. Si se le mira bien, es un hombre a quien la vida le ha sido grata y le ha dado mucho.

"Yo no le pedí nada a la vida, brothercito", dice el hombre, devoto, negando con el índice. "Todo me lo ha dado el Creador. Si tú tienes al Señor contigo, nada te faltará. Eso lo aprendí leyendo la Biblia".

Sus padres eran igual de creyentes, así que de ellos desarrolló la fe e ingresó a una escuela religiosa de la que fue expulsado por tocar al piano canciones románticas.

Nacido en Jamaica, Dorrel es uno de tres hermanos de una familia presidida por un hombre que alternaba su profesión de policía con el oficio de zapatero y una mujer a la que la partera le "volteó" la matriz para evitar tener más hijos, debido a que la pobreza era mucha como para tener más críos en la zona montañosa donde vivían, aun y cuando la tierra les daba sustento a través de coco, plátano y caña.

"El gozo entonces era estar con los pájaros, pescando cositas en los ríos o comiendo mangos y andar en los árboles", afirma nostálgico. "Yo no sabía que todo eso era extraordinario hasta que viví en las ciudades".

Y es que su...

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