Gerardo de la Concha/ La dignidad y la furia
Autor | Gerardo de la Concha |
The man had killed the ting he loved
Oscar Wilde
Era el de más edad de todos. Lo conocí una tarde mientras fumaba recargado en un árbol y observaba nuestro juego, el de Yashin, la araña, o sea los penalties decisivos.
Lo invité a jugar con nosotros y, a pesar de ser de otra cuadra, a partir de ese día se hizo de los nuestros. Ay, Octavio. Fiel, callado, feo y fuerte, malo en el juego y bueno en las peleas, era como un perro guardián temible.
Recuerdo a esos dos hermanos que vinieron a vivir a la vecindad con tejados de asbesto cerca de mi casa, la antigua fábrica de lápidas. Eran de algún lugar remoto de provincia y usaban el usted para hablar. Yo les dije: "No sean mensos, ¿por qué hablan de usted si somos niños?". Y Octavio, generalmente silencioso, me reconvino: "Es su costumbre". Y como las costumbres se hacen leyes los hermanos siguieron hablando de usted y Octavio en su parquedad los imitó y con ellos terminamos por hablarnos de esa manera.
Un tiempo les dijeron a esos dos "los chanclas", porque traían los zapatos rotos. Una tarde conversábamos tirados en el pasto del parque. Y le pregunté al mayor -el más chico posiblemente fuera mudo, pues nunca pronunciaba palabra alguna-: "¿No le da pena ser el chanclas?", y me respondió: "Sí, pero fíjese usted que no tenemos dinero". Reflexioné un momento y entonces le propuse a todos: "Vamos a la Nueva Santa María", que era, según me parecía, como ir a una colonia de ricos.
Y fuimos a una incursión, iban en el grupo Edmundo y Esteban, el Arturo, los chanclas, Octavio y yo, esa vez caminábamos como los siete magníficos yendo a un duelo. Los vimos de lejos, el sol del crepúsculo hacía serena y enrojecida la tarde, desvanecida en la calma de su suave brisa. Les dije: "Hay que rodearlos para que no se escapen". Estaban jugando pelota en una glorieta, sin adultos cerca. Nos vieron llegar, a lo mejor parecíamos muy decididos, impasibles, feroces, ya que dejaron de jugar y su mirada delató sorpresa y miedo. Les ordené: "Queremos sus zapatos" y con una seña de la cabeza le indiqué a Octavio, quien sacó la navaja y la abrió de un golpe manteniéndola amenazante bajo la cintura. La actitud surtió efecto. Todo fue silencioso y rápido. Los hermanos se probaron sus zapatos y también Estebanillo, me vieron: "Nadie corra y vámonos como vinimos".
Cuando ya de noche estábamos en nuestro parque, los sentí avergonzados y quise bromear: "Ya éstos no son los chanclas" y nadie rió. Adiviné qué pasaba. Les preocupaba...
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