GENIO Y FIGURA / Al sótano tres o a la luna...

AutorGaby Vargas

¡Ah, cómo puede enaltecer o destruir el ánimo un comentario de un hijo! Ellos no se tientan el corazón cuando se trata de decirnos las verdades. Avientan los juicios y las palabras sin piedad alguna, sin disfraces y sin expresiones que acolchonen el golpe.

Sus comentarios impactan nuestra autoestima como nada. Basta una sola frase, una mirada reprobatoria o un comentario condescendiente, acompañado de una palmadita en la espalda y un suspirado: "Aaay, mamita..." para enviarnos al sótano tres.

En el fondo, los hijos son como nuestra conciencia, capaces de radiografiar nuestra alma mejor que cualquier computadora de tecnología de punta.

Por eso es que sus declaraciones nos hacen mella.

Todo papá que tenga hijos ya instalados en la pubertad, sabe que a partir de ahí, como decía mi suegra: "Persignarse... y bien". Tu hijito, otrora un angelito cariñoso que admiraba a sus papás como a superhéroes de película, de pronto se convierte en un francotirador a sueldo, atento a criticar y tirarle a todo lo que haces, dices, dejas de hacer, cómo te vistes, qué tan gordo o en forma estás y demás. ¡Ah, cómo lo viví...!

Pero pasa el tiempo, los hijos se hacen adultos, se casan, son papás y es así que, desde la madurez, surge la posibilidad de recibir un comentario positivo de ellos y, por ende, de lanzarte a la luna.

Hoy regreso de comer con mi hijo Pablo, como solemos hacerlo de vez en cuando. El tema de la conversación se dirige hacia la crisis de la edad, las pequeñas pérdidas inexorables que poco a poco se enfrentan a partir de que pasas los 40 años. Por supuesto, la que habla soy yo, que supero los 50. Él me escucha con paciencia.

No sé por qué, con toda intención, dirijo la platica hacia esos territorios. Quizá porque conozco la claridad de pensamiento y capacidad de análisis que Pablo tiene. Si bien me he jactado de haber pasado esa crisis (de la que nadie se salva), creo que en el fondo todavía no la supero.

Mi inquietud radica en esa lucha interna entre hacer y darme tiempo para estar. El hacer es como un fuego que me quema y sigue siendo mi motor, como...

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