Flores

AutorSocorro Venegas

Los ciegos llegaron a finales de noviembre. Lo recuerdo muy bien. El patio de la escuela estaba lleno de hojas mustias, desprendidas de la vejez de su árbol. Y el aire tenía ese olor glacial que tanto hace pensar en la Navidad, en gente querida y perdida: en distancias.

Fueron llegando uno por uno. Empezó en viernes. Tengo muy claro ese primer fin de semana; el sábado visité a mi abuela, que me quería mucho. Me parecía a ella: los mismos ojos verdes y saltones. Por eso me apodaban "El Sapo". Fue la última vez que la abracé y gocé con sus cuentos.

Pamela Duarte se encontró con la ciega en el baño. Vestía el uniforme de la escuela, incluso en la manga de la blusa tenía grabado "6 A", que era nuestro grupo de la primaria. Pamela no se dio cuenta, al principio. De reojo la vio delante del espejo, inmóvil. Pasó detrás de ella, entró en el excusado y cerró. Entonces comenzó a escuchar los pasos débiles, como indecisos, de la ciega. Se dirigía a los excusados y con una mano recorría puerta tras puerta.

Pamela oyó que tocaba suavemente y alzó la voz para decir: "ocupado". Pero la ciega no se movió. Pamela vio las puntas de los zapatos asomar por debajo de la puerta.

- ¿Qué quieres? -le preguntó.

No hubo respuesta. En cuanto terminó, abrió la puerta y se encontró con aquella sonrisa lánguida. A Pamela se le hizo extraño que vistiera el uniforme si nunca la había visto en la escuela. Ambas eran de la misma estatura.

- ¿Por qué no abres los ojos? -me dijo Pamela que le preguntó.

La ciega extendió una mano hacia Pamela y, sin darle tiempo de nada, le tocó la cara rápidamente, como si leyera a toda velocidad un enunciado. Fue un relámpago. La sonrisa de la ciega se ensanchó y luego abrió los ojos, tal vez oscuros debajo de las espesas nubes blancas. Pamela gritó, le dio un fuerte empujón y salió corriendo del baño. Les contó todo a las monjas, quienes miraron interrogantes en dirección de los baños. Movieron la cabeza en señal negativa y le ordenaron a Pamela que volviera al salón de clases. Nada se dijo del asunto y no se supo de la ciega más, hasta el siguiente viernes.

A la hora del recreo, la niña ciega y otro niño que apretaba tan fuerte los ojos que parecía dolerle algo, cruzaron el patio. Llevaban puesto el uniforme, pero se veían descuidados. El suéter torcido, los zapatos sin lustrar, y ella tenía una calceta más larga que otra. Como si se hubieran vestido a oscuras. Sus cabellos estaban desordenados, parecía que se acababan de levantar de la...

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