Filosofía del Juicio de Arbitradores (2ª Parte)

FILOSOFIA DEL JUICIO DE ARBITRADORES
[243]

ESTUDIO DE LOGICA APLICADA A LA JURISPRUDENCIA

POR EL LIC.

JULIO GUERRERO,

Ex General Magistrado del Supremo Tribunal Militar.

(Concluye)

Bajo su amparo las industrias crecen y se desarrollan, hasta donde el ansia de dominar a la naturaleza puede llevar al espíritu de invención; la ciencia ensancha sus exploraciones cada día, allende los límites que la inmensidad o lo atómico pudieron contenerla antes; el comercio se ha convertido, gracias a la utilización de las fuerzas naturales, en obra cósmica que transporta la materia trasformada, de minuto en minuto por millares de millones de toneladas de una comarca del planeta a las otras; y la humanidad en su etapa superior de evolución civil, se desarrolla en sistemas políticos y en costumbres, que descansan en la libertad e independencia del individuo, sin contener ya su evolución con las trabas de familias, castas y tribus que antes hacían depender de una sistemación de greyes la subsistencia de una sociedad. El conocimiento franco y rápido de la naturaleza en todos sus fenómenos, desde la cintilación y ascensión de los astros, hasta las dramáticas cavilaciones del crimen o la evolución de las bacterias, es pues la condición primordial de toda la civilización moderna; y de ahí ha nacido el instinto de verdad y las exigencias de prueba, que hoy constituyen la característica del intelecto civilizado, en cualquiera de las innumerables labores, en que se descompone la febril y misteriosa tarea que hoy vivimos y tramamos.

Ahora bien, cuando la industrialización moderna arrebata las actividades de los trabajadores, los lleva a unos trabajos tan técnicos, tan nuevos, tan definidos, y tan armónicamente coordinados entre sí, que es preciso por lo general pactarlos sin fórmulas, ni asesor legista; y convenirlos en momentos efímeros; pero de una oportunidad tan matemática, y de tal manera fatal para el éxito de las empresas, que si se detuvieran en solemnidades notariales, el trabajo inmediato, la empresa general que lo requiere, la industrialización de una comarca, que se persigue en ellos; y aun la civilización humana, en lo que a esa región competa, pueden paralizarse, suspenderse o frustrarse por completo. De ahí proviene pues esa confianza que el hombre tiene por el hombre en los pueblos industriales modernos; ese respeto religioso por la palabra empeñada; ese espíritu de veracidad que caracteriza sus convenciones; esa sencillez en sus documentos; y esa identificación de su criterio con el criterio de la ciencia, cuando se debaten algunos de los derechos que de los trabajos técnicos modernos puedan derivarse; pero de ahí nace también como corolario ineludible, el horror que se tiene a la justicia tradicional; y la costumbre de precaverse contra ella, pactando el juicio arbitral para los conflictos eventuales de sus intereses.

Concurren pues dos grandes motivos para arrebatar hoy a la justicia oficial, un número creciente de litigios: el miedo a la tramitación absurda e impotente para llegar a la verdad de los sistemas de enjuiciamientos vigentes; y la naturaleza sencilla, ingenua, honrada, leal y técnica de los actos y contratos que el industrialismo requiere. Ambos imponen como resultado ineludible la necesidad intelectual de rechazar en los juicios arbitrales, toda máxima o concepto de jurisprudencia, que no esté apoyado en las doctrinas y métodos, que las ciencias profesan, para evidenciar los fenómenos de la Naturaleza, y que las artes implantan para modificar su materia y para domeñar sus fuerzas.

III

Eliminadas de la inteligencia las reglas usuales del Derecho, y tanto las aforísticas de los autores, como los preceptos empíricos y seculares de la legislación civil; compelido el arbitrador, por honor al cargo y por respeto a sí mismo, a dar su laudo en conciencia, pero con exposición motivada de su juicio; y requiriendo esa exposición, por la naturaleza técnica de los fenómenos aducibles, análisis e inducciones rigurosamente científicos; es evidente, que lo primero que debe preguntarse, antes de resolver el problema concreto de la controversia, es el objeto, límites y trascendencia de su laudo; y este problema es grave y de una gravedad solemne. Voy pues a definir el papel social y la misión solemne, que el arbitrador desempeña al ejercer su jurisdicción.

En los litigios comunes los jueces, ni saben lo que hacen con sus fallos, ni sienten la responsabilidad humana (no la técnica e irrisoria de la ley) que por ellos les incumbe; ni siquiera se dan cuenta del objeto de sus resoluciones y de la necesidad y origen de su jurisdicción. Son en estricto rigor empleados de oficinas ya montadas y reglamentadas, que dictan acuerdos en la tramitación legal, sin estudiar a veces, ni el resto del expediente donde lo asientan. La técnica abstracta del enjuiciamiento nacida de la apariencia escrita de los ocursos; y determinada por la característica jurídica de las promociones, es la que pone en juego sus facultades intelectuales; decretan citaciones, embargos y publicaciones; mandan interrogar testigos, glosar cuentas, como las balanzas automáticas del comercio, que por el peso de la moneda indican al parroquiano el precio de su trato. La reducción de los fenómenos sociales a fórmulas jurídicas, la distribución del litigio en trámites, la nomenclatura técnica de unos y otros, y la distribución de la ciencia del Derecho en proposiciones concisas, y numeradas en los artículos del Código, han hecho, en la inmensa mayoría de los casos, del juez un funcionario mecánico, que ejerce una jurisdicción de papel, y dicta resoluciones gramaticales; tomando las fórmulas de los autos y de los códigos, como puede un algebrista con los datos de su problema y las tablas de logaritmos, sumar ecuaciones y despejar incógnitas. Terminado su acuerdo se levanta del juzgado, y va a su casa, sin preocupación ninguna por la trascendencia social de sus resoluciones; pudiendo, entre el servicio de la mesa y al escanciar una copa, recordar un decreto, si se quiere y abstraerse por momentos, con la jarra al aire meditando en lo difícil de un ocurso; pero esa misma reminiscencia sólo le viene en su forma técnica y abstracta; es decir, en la fórmula del Derecho y no en el fenómeno social que su resolución produce. La clausura de un establecimiento mercantil, que haya decretado, por ejemplo, viene a su espíritu, no en la forma del almacén anaquelado y con la luz de las lámparas cabrilleando en los frascos, mientras los dependientes van y vienen; ni mucho menos ve al principal en su escritorio, presa de la fiebre de la bancarrota, ni las angustias de la familia, que desde ese día viene a menos, y que de mueble en mueble llevados al bazar y al empeño, llega a desnudar la casa antes alegre y elegante. No; el juez medita en esa clausura, pensando sólo que es un aseguramiento o una intervención, como los gramáticos, que sólo saben del hombre, que es un sustantivo común, del género masculino y número singular.

El arbitrador no puede tener ese estoicismo técnico, que produce una justicia de papel y la solución logogrifica de un problema judicial; sino que tiene que meditar en las consecuencias sociales de su laudo: sentirse responsable de ellas, no dictarlo sino meditando en todas sus consecuencias, y por consiguiente, penetrándose bien de los motivos que hayan formado su convicción. Tiene pues necesidad de traer a su memoria, como principios de razonamiento, desde luego, los credos filosóficos, que le dan los conceptos fundamentales con que juzga de la vida; después, los principios de moral, que inculcándole el sentimiento de la solidaridad humana, le dan la norma para juzgar de un acto como útil o nocivo a la sociedad; en seguida, cotejarlo con la moral pública y privada establecidas por las legislaciones y las costumbres; y, por último, analizar el acto controvertido en sus consecuencias concretas de beneficios y perjuicios que haya ocasionado a las dos partes. Toda esta labor que en resumen consiste en establecer los motivos de su laudo, es preciso que la impenda; porque la naturaleza misma de su cargo y la amplitud que la ley concede a su juicio, para tomar donde le plazca los elementos de su convicción, lo dejan en un vacío absoluto de principios, al abordar el litigio; y tiene que suplir con la exposición de sus razones personales, la moral pública y privada, que está implícita en toda disposición legislativa; y de la que pudiendo prescindir, es preciso que manifieste en qué términos la acepta o la rechaza.

No es esto modificar el Derecho Público de un país; porque ni las instituciones políticas están regidas por la legislación civil, ni los laudos por su carácter casuista pueden afectar a ésta; ni los arbitradores tienen obligación de normar los principios de moral, que deban servir de principios a su laudo a la legislación civil vigente porque y la ley, al especificar las controversias que pueden someterse al laudo de arbitradores, determina los límites en que puede modificarse la ética social, que prescribe el Derecho Civil; y pueden restringirla o extenderla, prescindir de ella o traerla al debate, en concurrencia con principios de una moral superior o inferior a ella. Por eso es honorable el cargo de arbitrador; y por eso su laudo debe apoyarse en consideraciones de una filosofía más o menos ortodoxa, según las condiciones personales del que juzga;. pero incuestionablemente en una lógica más convincente que la de los fallos judiciales; pues no es lo mismo tener que demostrar lo moral de un criterio, antes de aplicarlo, que apoyarse sólo en premisas ya formuladas, como son los artículos de un código y que cualesquiera que sean sus deficiencias se tienen por dogmáticas, y deja al juez libre de la obligación de justificarlas. No es por consiguiente el arbitrador un simple forjador de silogismos; y desde luego tiene necesidad de presentarse como moralista, y como moralista práctico, que lleva a su laudo los ideales de conducta, que, extraños a...

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