La figura del mundo

AutorJuan Villoro

Con autorización de Random House, publicamos un fragmento del nuevo libro de Juan Villoro, en el que narra algunos pasajes en torno a su padre, el filósofo Luis Villoro.

. El cartaginés

Cuando yo era niño, mi padre me hablaba de antiguas civilizaciones. Nada estimulaba tanto su conversación como las épocas desaparecidas. Sin ser tímido, solía hablar poco en las reuniones y rehuía los diálogos de circunstancia (prefería perderse en la ciudad que abordar a un desconocido para pedirle una dirección). Pero tenía un hijo que a los cuatro años pedía que le contara un cuento.

Podría haber recurrido al repertorio habitual de las historias infantiles; no era ajeno a esos textos e incluso había traducido uno de los más célebres, según me enteré muchos años después, cuando el erudito Adolfo Castañón me dio una noticia curiosa: en la hemeroteca del periódico El Nacional descubrió la versión de El principito que mi padre tradujo en 1950 para el suplemento México en la Cultura. Yo nací seis años después de esa traducción, pero no se le ocurrió compartir conmigo una historia tan apropiada para vincular sus preocupaciones de filósofo con mi imaginación infantil. Prefería contar cosas que venían de más lejos, de las arenas pisadas por los hititas, los sumerios, los egipcios, hasta llegar a sus favoritos, los griegos (luego vendrían los romanos imperiales que no acababa de aceptar).

El caso es que, cuando le pedía una historia, contaba un episodio de la Odisea o narraba la batalla de las Termópilas. Lo hacía con palabras sencillas, pero sin rebajar el dramatismo o la crueldad de las tramas. Le encantaba el momento en que Odiseo (o Ulises) decía que se llamaba Nemo, que en griego significa "nadie", lo cual llevaba al cíclope a exclamar: "¡Nadie me ha golpeado!". Como todos los que cuentan un cuento, procuraba que esas tramas también fueran interesantes para él.

En la casa recibíamos el periódico Excélsior y él compartía conmigo la sección de "monitos". También en los cómics mostraba un gusto por historias de otro tiempo. No se perdía un episodio del Príncipe Valiente, cuyo hilo argumental era de extrema gravedad. Esa historia épica, y muchas veces melancólica, me había llevado a tener una pesadilla recurrente en la que en rigor no sucedía nada. El Príncipe estaba solo, junto a una gran roca, bajo una lluvia incontenible; el cielo era de un azul acerado. Esa imagen, donde lo único que se movía era el agua, me producía una angustia insoportable.

También como dibujante mi padre ejercía el modo clásico. Nunca olvidaré mi traumático primer día de clases. A los cuatro años, volví a casa con una hoja en la que había hecho un "dibujo" que constaba de líneas sinuosas:

-Serpientes -dije para justificarme.

Mi abuelo, que había sido pastor de ovejas en los Maragatos leoneses, oyó la respuesta y dijo que esos bichos eran horrendos:

-Además, no hay víboras moradas.

Mi madre intervino en mi defensa, diciendo que yo podía pintar lo que me viniera en gana. La discusión sobre los animales que yo debía dibujar subió de tono hasta sacar a mi padre de su estudio. Para acabar con la disputa, dijo:

-Voy a dibujar algo.

Se sentó en la mesa del comedor y se mordió la lengua, gesto de concentración que heredó mi hermana Carmen y que la ayudaría a ser campeona nacional de tenis de mesa.

En un santiamén dibujó un caballo perfecto. Me sorprendió que esa persona que nunca hacía dibujos tuviera ese talento. También podía trazar un rostro de perfil, con sombras y matices. Como las historias que me contaba (Circe abandonada por Teseo en la isla de Naxos, Ulises en el Hades), el caballo a lápiz me cautivó como algo perfecto y remoto. Mi padre llevaba en su interior mitologías y caballos que podían ser dibujados.

Décadas después, Alejandro Rossi me contaría que en Barcelona mi padre había tenido un maestro excepcional que en los años veinte daba clases de dibujo a domicilio: Joan Miró. Curiosamente, el genio en ciernes enseñaba a los niños a hacer representaciones de esmerado realismo mientras él se preparaba para dibujar como los niños. "Tenemos de genios lo que conservamos de niños", escribe Baudelaire.

Cuando supe que Miró había sido su maestro, le pregunté al respecto y dijo que dibujar caballos carecía de importancia, como nadar o andar en bicicleta, habilidades que también dominaba sin ponerlas...

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