Fernando de Ita/ Panorama dramático

AutorFernando de Ita

Como la realidad no cambia por decreto, el teatro en México sigue siendo, en el tercer milenio del calendario cristiano, una ensalada de locos en la que los aciertos y las pifias se confunden en una cartelera que a primera vista sorprende por la cantidad y la variedad de sus ofertas, aunque este asombro se nubla al tratar de explicar el sentido de ambas categorías.

Hay mucho teatro en la Ciudad de México, y es tan diverso como los medios de producción que lo hacen posible. El teatro público, en el sentido que se hace con dinero de los contribuyentes, se enfrenta, como todos los servicios comunitarios, con un problema básico: no tiene los recursos materiales para resolver la demanda de su sector; no cuenta ni con el dinero ni con los teatros que requiere una comunidad cada vez más grande de artistas de la escena.

Digo artistas para resumir en una palabra a toda esa tribu que sabrá el diablo por qué ha escogido el teatro como forma de vida. Esta sobrepoblación de autores, actores y directores, egresados de las escuelas públicas y privadas, provoca un fenómeno muy curioso, que contradice las leyes del mercado. Un médico, un abogado, un arquitecto sale de la universidad y no le exige al estado que le ponga un consultorio para explotar sus estudios. Abre un changarro, como dice nuestro presidente, y hace todo lo posible por tener clientes, porque sin clientes no hay changarro.

Con el teatro público ocurre lo contrario: cada año tiene menos clientes, pero abre más changarros. A nadie se le ocurre abrir una tienda para los dependientes, se abre para el público. Por lo menos la mitad de las obras que se presentan en los foros institucionales se abren para sus elencos, porque en el foro hay más gente que en las butacas. La coartada es que es un teatro con aspiraciones artísticas. Cuando esta premisa se cumple la gente va al teatro, como lo demuestran producciones como Feliz nuevo siglo, Doktor Freud, de Sabina Berman; Las obras completas de William Shakespeare, o el Malcom, de los hermanos Bichir.

Somos tan perversos los teatreros que cuando una obra bien hecha tiene éxito, la descalificamos por sus concesiones al público, como si la gente no fuera el propósito del teatro. Hay obras, como Los monólogos de la vagina, que satisfacen el morbo de la clase media, muy su gusto, son ellos los que pagan por descubrir el agua tibia del sexo. Por lo mismo, es alentador que piezas tan densas como Copenhaguen también logren la atención del respetable.

Se...

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