Ezequiel Montes

AutorGabriel Gonzalez Mier
Páginas189-201
˜ 189 ˜
Ezequiel M ontes
1820-1883
A VIDA del hombre a quien consagramos
ahora nuestra atención, es indudablemente
de aquellas que deben ocupar siempre las
primeras páginas de la historia de los pue-
blos, si acostumbráramos rendir mas ho-
menajes a los héroes de la inteligencia que
a los héroes de la espada, y la crítica historia
hubiese roto absolutamente con las anti-
guas clasificaciones de los sucesos sociales,
ofreciendo desde luego, privilegiado lugar a
aquellos acontecimientos en que el cerebro
y no la fuerza es el campeón.
En las recitaciones que la tradición viene
transmitiendo de boca en boca y al través de
las generaciones de las sociedades sencillas,
hay siempre algún personaje que la distan-
cia histórica adorna con todos los atractivos
de la leyenda. Ya es un valiente cazador a
quien se presenta vestido con las pieles de
las fieras que sucumbieron a su intrepidez:
ya un conquistador que unce al áureo carro
de guerra los reyes en desgracia ofrecidos a
la expectación de los pueblos como botín
de sus triunfos, y humillados para saciar la
vanidad de los vencedores, vanidad bárbara
que exige como pasto la humillación y ser-
vidumbre de la humanidad.
Pero a medida que los pueblos se per-
feccionan y acrisolan, van perdiendo su
entusiasmo por esos héroes de circo y de-
sertando insensiblemente de las viejas ideas
para adoptar otras nuevas que se imponen
por obra de la cultura a que van llegando.
Entonces ocupa más lugar en nuestra admi-
ración el ciego Hornero que los tremendos
triunfadores de Illión, no obstante las gigan-
tescas proporciones con que aparecen tras
ese maravilloso cristal que lleva el nombre
inmortal de Iliada y cuya graduación es tan
alta para los méritos de los héroes del gran
poema.
Para mí no hay batalla más grande que
aquella que en la antigüedad conócese con
el nombre de batalla sin lágrimas, porque
según las crónicas, no hubo desgracia que
lamentar; pero como éste es un hecho ex-
traordinario, tenemos razón al lamentar las
glorías que son ya tantas en que los vence-
dores necesitan para escribirlas, la sangre de
aquellos a quienes vencen.

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