Desde la Esquina / La raza de bronce

El escultor sacudía el grueso torso, y su cara peluda se enrojecía con las carcajadas.

Nos mantenía a todos pendientes de sus frases, de sus paradojas, de sus oscuras historias. Su voz resonaba como dentro de un barril que conservara un fondo de ron antillano. Su enorme boca se abría para devorar un puño de pepitas o para pegar un grito de júbilo motivado. Están, él y su mujer, esperando su primer hijo. De repente continuó:

-Hoy fui a la fundición, por los arenales de Ermita Iztapalapa. Un lugar chulo de bonito: los microbuses van custodiados por policías que portan metralleta y chaleco antibalas... Sólo los micros cruzan entre los cerros sin parar en ningún lado. Esos cerros estaban bien hace tiempo, ahora están llenos de hoyos, de tanta arena que les han sacado, una arena muy rica en minerales...

Después de una pausa, dijo:

-La gente tiene miedo... No es raro el día en que encuentran un cadáver en la banqueta. Así encontraron una mañana al Gregorio, el chalán de la fundición.

Tomó la copa y sin consideraciones la vació de un trago. Se la volví a llenar.

-Ahí viven esos tres chamacos... Son tremendos, no te los imaginas en un taller de fundición de bronce. Son hijos del Goyo, él les enseñó a manejar los ácidos con que se preparan las pátinas... El más chico, una tachuela de unos siete años, saca los moldes del horno todavía sin enfriar, y con una barreta les va tumbando el sobrante, un material que es como un polvorón...

Y la mano nervuda se abrió lentamente y se volvió a cerrar como destrozando el polvorón de escoria metálica. Luego tomó más pepitas y las arrojó a su boca como si llenara el horno de la fundición.

-Ese niño...

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