Espacio de asombro y desconcierto

AutorRafael Aviña

El circo es un mundo aparte. Un pequeño universo de una a tres pistas, en el que coinciden suspenso, alegría, asombro, miedo, pasiones, luz y oscuridad.

Una suerte de microcosmos mágico, erótico e, incluso, siniestro de la vida cotidiana tal y como sucede en la película muda Varieté (1925), de E.A. Dupont, obra maestra del expresionismo alemán con fotografía del talentoso Karl Freund, reclutado más tarde por Hollywood para iluminar en un dramático blanco y negro, sus primeros mitos del cine de horror. La trama de Varieté se centraba en un triángulo amoroso -ocurrido en realidad-, que terminaba en tragedia, bajo la mirada caleidoscópica de una carpa de circo y en la que participaron los Codona, afamada familia de trapecistas mexicanos.

En cambio, para un genio como Federico Fellini, el circo es el lugar en el que se unen lo perfecto y lo grotesco, lo bello y lo irracional, el desorden y la precisión, un cineasta que rindió uno de los grandes homenajes al espectáculo circense en esa pequeña joya titulada Los payasos (1970). Divertimento de color y nostalgia sobre la pérdida de la inocencia infantil y el ritual del asombro, recuperado una y otra vez gracias a la magia del circo y a sus grandes protagonistas como los payasos del célebre circo Orfei y cuyo clímax es un melancólico solo de trompeta a cargo de un viejo clown.

Los grandes comediantes del cine acudieron una y otra vez al regocijo del circo. La forma más pura, ingenua y asombrosa del espectáculo. Así, en pleno éxtasis creativo Charles Chaplin concibió una de sus grandes obras en El circo (1927), el relato del vagabundo que entra a trabajar en un circo itinerante, se enamora de una artista ecuestre y comprende que el mundo es terrible afuera y también bajo la aparente y protectora carpa multicolor del circo, como lo muestra Candilejas (1952), en la que consigue una ácida reflexión sobre su propia carrera, el universo del espectáculo y el papel del espectador.

Para entonces, el espectáculo fílmico parecía fusionarse con la historia del circo, desde que el británico Philip Astley unía, hacia 1768, sus exhibiciones ecuestres con la labor de payasos, animales amaestrados y sombras chinescas, en un solar londinense. Trapecistas, caballistas, payasos y animales se introducían en una inquietante penumbra, cuando un cineasta maldito como Tod Browning concebía una de las metáforas más escalofriantes de la condición humana y su relación con el circo en Fenómenos/ Freaks (1932), revisitada bajo...

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